Las actitudes sociales e incluso las normas y leyes con respecto a la homosexualidad no han sido iguales en todas las épocas. Es bien sabido que en la antigüedad, los griegos no sólo aceptaban sino que tenían en alta estima las relaciones homosexuales, generalmente entre un hombre mayor y otro más joven, que solía ser su discípulo. Incluso en la Iglesia, entre el siglo XI y XII –cuando se prohíbe el matrimonio a los sacerdotes que, hasta entonces, podían casarse-, hubo un florecimiento de la poesía erótica homosexual que daba cuenta de la existencia de estas relaciones entre los miembros del clero. Rápidamente, la Iglesia prohíbe las relaciones homosexuales a los sacerdotes y más tarde, cerca del año 1300, se impuso, en casi toda Europa, la pena de muerte para las personas que mantuvieran relaciones homosexuales.
La persecución de los homosexuales fue disminuyendo con el correr del tiempo, aunque, en el siglo XIX, volvió a aumentar de la mano de un nuevo modelo de familia, basada en el matrimonio heterosexual, la monogamia –esencialmente de las mujeres- y la sexualidad dirigida exclusivamente a la reproducción. Éste se convirtió en el modelo familiar para el proletariado, en pleno auge del desarrollo capitalista. Y, por supuesto, incluyó la opresión sexual y la persecución y discriminación de las personas homosexuales. Se trataba de forjar una forma de familia que no sólo proveyera al capitalista de fuerza de trabajo, sino que lo hiciera gratuitamente, es decir, que fueran los propios explotados los encargados de garantizar el sustento de las futuras generaciones de explotados y el suyo propio.
Como señala el marxista Jean Nicolas: “La norma sexual, como cualquier forma de ideología, no es algo que exista de por sí; se materializa en toda una serie de instituciones sociales que, por su parte, desempeñan otras funciones. La inculcación de la norma sexual se opera sobre todo en el seno de las tres instituciones principales encargadas de la educación de los individuos: la familia, la escuela, la iglesia. (…). Aparte de esto, las instituciones encargadas de la inculcación de la norma sexual encuentran un relevo en las instituciones represivas como la psiquiatría o la cárcel, que se hacen cargo de los desviados.” Esto último señala un aspecto de la opresión que se desarrolla en la modernidad: convertir en “enfermo” o “desviado” a quien no se ajusta a las normas sociales establecidas. La homosexualidad que era una forma de relación habitualmente aceptada en la Antigüedad, luego se transforma –en las culturas occidentales- en pecado, más tarde en delito y, más recientemente, en patología.
Infracción o enfermedad, el fin es el mismo: someter al individuo a un proceso de “normalización” para integrarse en las relaciones de producción capitalistas y perpetuarlas. Negando la homosexualidad o reprimiéndola, pero también presentando una imagen caricaturesca y deformada de los homosexuales, se establece, reproduce y legitima la opresión de millones de seres humanos que aman, gustan y desean a otros de su mismo sexo.
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