ENTREVISTA CON CELIA MARTÍNEZ, OBRERA DE BRUKMAN
En la Argentina del “que se vayan todos”, los políticos permanecen a pesar del repudio popular mientras son muchos los empresarios que ya se fueron dejando las fábricas en quiebra y a los trabajadores en la calle.
Algunas de esas fábricas, talleres y pequeñas empresas fueron recuperadas, durante estos meses, por los mismos obreros que, en algunos casos, las transformaron en cooperativas y las pusieron a producir bajo su propia gestión.
El caso de Brukman es paradigmático de este cambio que ha sufrido el país en tiempos de corralito, movilizaciones, asambleas barriales y cortes de ruta: los dueños abandonaron la fábrica con sus trabajadoras y trabajadores adentro, dos días antes de que el entonces presidente De la Rúa abandonara la Casa de Gobierno –no sin antes dejar un tendal de más de treinta muertos en las calles, resultado de la violenta represión que descargaron las fuerzas policiales sobre los manifestantes.
A sólo treinta cuadras de la Casa Rosada, las obreras de Brukman empezaban a hilar, en diciembre de 2001, una historia de reclamos, lucha y dignidad que ya lleva casi un año. De la esperanza puesta en que el dueño volviera con los salarios adeudados al reclamo de la estatización de la empresa para ponerla a funcionar bajo control obrero, con un plan de producción al servicio de las necesidades de la población, muchas cosas sucedieron... la toma de la empresa, la puesta en marcha, el intento de desalojo por parte de la policía, la solidaridad de las asambleas de vecinos, los Encuentros de Fábricas Tomadas con más de mil asistentes de todo el país...
Las 45 mujeres y los 10 hombres que trabajan en Brukman decidieron, desde el primer momento, tomar todas sus decisiones en asambleas y así eligieron también a la nueva Comisión Interna, dado que la delegada sindical de su gremio –SOIVA- se ubicó del lado de la patronal en esta disputa y se retiró de la fábrica a los pocos días de iniciada la lucha. Una de las obreras que ahora pertenece a la Comisión Interna es Celia Martínez.
Fue difícil poder sentarnos a conversar con ella. Todos los días de la semana llega a la fábrica a las 7:00 de la mañana para cumplir su turno frente a la máquina de coser hasta las 15:00 horas. Pero allí no termina su actividad; desde hace casi un año, Celia participa todas las tardes de asambleas con sus compañeras y compañeros de trabajo, de movilizaciones, reuniones con vecinos, trabajadores, estudiantes y grupos políticos, de movilizaciones y entrevistas con medios de todo el mundo. Llega a su casa de noche, con el tiempo suficiente como para cenar a la ligera y acostarse a descansar. Entonces, elegimos encontrarnos allí, en el corazón del sur bonaerense un domingo al mediodía donde nos esperaba para almorzar con su hija menor y su marido.
Geografías clasistas
El trayecto hasta la casa de Celia, por rutas y calles desoladas, parecía eterno. La mañana era tan gris como los enormes galpones abandonados, las fábricas cerradas y los desarmaderos de autos que ocupan los terrenos y los edificios de lo que alguna vez fue una zona industrial y hoy es el dormitorio de miles de desocupados. Una zona que antes fuera habitada por obreros metalúrgicos, trabajadores de frigoríficos, de curtiembres y hoy alberga a los hombres y las mujeres que caminan hasta el Riachuelo para cortar el puente Pueyrredón pidiendo trabajo y comida. Esos mismos que soportan la represión y dejan sus mártires en la lucha.
Esta es la geografía que conocen Celia y su marido. Para ellos el camino que yo tomé hasta su casa no tiene nombres de calles y avenidas: es el que pasa por la empresa de alfombras, el que pasa por la papelera que es la única fábrica grande que aún no ha cerrado... Incluso, no logran localizar mentalmente el barrio del que yo vengo, hasta que descubren que es el complejo edilicio que se ha edificado sobre el terreno que antiguamente ocupara un importante frigorífico. Ahí descubren que se trata del barrio por el que el marido de Celia pasaba con el colectivo cuando iba a trabajar a la fábrica Alpargatas.
Ambos van trazando así, ante mis ojos, un mapa de clase del conurbano bonaerense. El trabajo o la falta de él le dan nombre a las calles, se sienten en las paredes de esta casa, en el lenguaje de esta familia. El trabajo o la falta de él han sido, también, las causas de sus migraciones.
Celia Martínez nació en Oberá (Misiones), pero vino a Buenos Aires cuando tenía un año. Desde entonces ha vivido al sur del Riachuelo. “Viví en Avellaneda hasta casi los quince, que me casé con mi marido. Fui a la escuela, mis hermanos nacieron en Avellaneda, dos nacimos en Misiones y cinco nacieron acá en Avellaneda. Y bueno, terminé el colegio y a los catorce años y medio conocí a mi marido, a los quince me casé y vine a vivir a José Mármol donde él vivía con sus padres; se había venido hacía un año del Chaco a trabajar. Mi suegro era campesino y la crisis hizo que perdiera los campos, sus tierras, así que se vino toda la familia acá a trabajar. Lo conocí, nos casamos y vinimos a vivir a José Mármol. Después yo quedé embarazada, perdí el bebé, tenía casi dieciséis años cuando quedé embarazada y después tardé un tiempo en tener mi otro hijo que ahora tiene treinta años. Yo me casé en el ‘69 y él nació en el ‘72. Para entonces él trabajaba, siempre trabajó. Trabajaba en un frigorífico. Al poco tiempo cierra, le pagan la indemnización, entonces compramos este terreno y despacito empezamos a edificar entre los dos. Mi marido no sabía nada de albañilería, yo menos... porque entonces tenía diecisiete años y ya estaba embarazada de mi hijo Sergio, pero preguntábamos a los que sabían: albañiles, familiares, preguntábamos cómo se hacía una cosa, la otra... y empezamos a hacer despacito la casa. Los dos solos veníamos. Me acuerdo que una Navidad la pasamos acá, los dos, porque nos habían traído materiales, entonces nosotros entrábamos la arena, los ladrillos.
A mi marido le gustan mucho las plantas y, como no teníamos todavía nada hecho, habíamos alambrado todo el terreno y él lo primero que hizo fue poner plantitas, arbolitos, flores. No teníamos casa pero teníamos dalias, unos arbolitos de café... así que se había hecho tarde y no habíamos comprado nada para pasar la Navidad, ni un pan dulce, nada... y eran las doce de la noche y estábamos acá entrando ladrillos.”
Celia recuerda que su mamá, cuando ella era pequeña, lavaba ropa a domicilio: “Mi mamá lavaba ropa para los vecinos, para afuera. Por ahí le daban una dirección en Capital y ella viajaba conmigo y como yo era chica y todavía no sabía leer, ella iba con un papelito con las direcciones anotadas y se las daba al colectivero y si el colectivero se pasaba o algo, daba toda la vuelta y hacía que la lleven y la dejen adonde ella tenía que bajarse. Y así tantas veces se perdía conmigo en Capital para llegar a un trabajo, para lavar ropa, porque ella más que nada era lavandera.”
Su madre también conoció los ritmos de la fábrica, cuando trabajó en los lavaderos de botellas de aceite de una importante marca hoy desaparecida. “A veces se cortaba, se hacía grandes tajos en las manos porque las botellas se le reventaban por el calor del agua. Eran grandes piletones con leña abajo, donde se lavaban las botellas de aceite.”
De niña a señora
Cuando le preguntamos por qué decidió casarse siendo tan joven, Celia responde que fue una manera de rebelarse contra su madre. “Lo que pasa es que yo tenía una mamá bastante... como te puedo decir... era analfabeta mi mamá y era muy antigua: yo no podía salir, no me dejaba ir a ningún lado, no tenía amigas. Lo que yo hacía era ir a la escuela, venir, hacer los mandados, lavar los platos, cuidar los chicos que no eran mis hermanos de madre y padre. Hermanos, sí, porque eran hijos de mi mamá, pero no de mi papá. Yo no podía ir a un cumpleaños, no me dejaba nada... Tengo tres hermanas mujeres, pero eran todas chiquitas. La mayor de mis cinco hermanos que no son de mi papá, tiene ocho años menos que yo. Yo me la pasaba cuidándolos. Venían mis amigas a buscarme y no me dejaban salir... todo eso... qué se yo... puede ser eso por eso. Como de rebelde.”
Cuando Celia terminó la escuela primaria empezó a trabajar cuidando un niño pequeño y su futuro marido era vecino de esta casa: “El vivía enfrente. Mi mamá no me dejaba tener novio. Era así: o me casaba o nada. Así que enseguida nos casamos. Era muy anticuada. Aparte ella era alcohólica y era medio agresiva y me castigaba mucho. Entonces yo me había propuesto que yo tenía que casarme. También había gente de malvivir, muchas mujeres de mala vida alrededor, que venían a mi casa. Y yo veía eso y no me gustaba. No me gustaba vivir en mi casa y pensaba mucho, siempre pensaba que yo no quería ser una más de esas mujeres o tener hijos de un hombre y de otro. Cosas que vos mirás y a lo mejor otra chica no lo piensa eso, pero yo sí, porque vivía en un barrio donde había mucha gente bien, gente italiana, española que son grandes familias y todo el mundo me quería. Yo era la negrita que le hacía los mandados a todo el mundo. Tenía amigas que me invitaban a comer a la casa de una, la otra. Iba para la escuela y las pasaba a buscar a las chicas y era otra vida que no era la que yo tenía en mi casa. Entonces eso hacía que yo pensara ‘cuando sea grande me voy a casar y voy a ser una señora’. Por el entorno que tenía...”
Los padres de Celia se habían separado cuando ella tenía cinco años, y el padre había regresado a Misiones. Volvió a encontrarlo cuando ella ya tenía su tercer hijo. “Mi hermano lo trajo. Golpeó las manos y salgo y me dice ‘¿vos lo conocés a éste?’, y lo tuve que mirar mucho porque habían pasado muchos años y dije ‘sí, es mi papá’, y lo abrazo y mi papá no levantó los brazos para abrazarme, ni nada. Y qué sé yo... entonces empecé a pensar... si él nunca estuvo, mal que mal, mi mamá como pudo, analfabeta y todo, en el tiempo en que se quedó sola trabajó y se perdía en Capital. Entonces empecé a pensar que no, que mi mamá a pesar de todo hizo lo que pudo, a pesar de sus equivocaciones no me había regalado, no me había dejado tirada. Me dije ‘no, él no me quiso, él no me quiso nunca’, porque volvió y ni siquiera me dio un abrazo, me preguntó qué fue de tu vida, por qué te casaste tan joven, por qué tantas cosas...
La vida de Celia, antes de ingresar como costurera en Brukman, no difería de la de miles de mujeres de familias obreras que en la Argentina de otros tiempos se sostenían con el salario de los varones y las habilidades de sus esposas para el manejo de la economía hogareña.
Celia se ocupaba de la casa, del cuidado de sus hijos y de atender a su marido. Cocinaba, lavaba la ropa, limpiaba la casa y hacía ropa para los niños en su máquina de coser a pedal. “Yo en otro tiempo no trabajaba en nada. Sí, trabajaba cuidando a los chicos, eran cuatro y todos muy seguiditos. Se llevan un año y dos años. Así que trabajé un montón, pero de mamá. Y haciendo esta casa. Porque toda esta casa la levantamos los dos como pudimos. Yo hacía siempre la mezcla y lo esperaba a la mañana temprano con la mezcla preparada y los ladrillos mojados y él llegaba a las 7:30 de la mañana y comía algo y ya se ponía a levantar pared. A veces se tomaba un franco compensatorio y capaz que se pasaba toda la noche picando cascotes o algo, y así fue como pudimos hacer esta casa.”
Su marido siempre tuvo horarios nocturnos en los diferentes empleos, lo que para Celia nunca significó un inconveniente. “No tenía problemas porque yo limpiaba a la noche, mientras los chicos miraban la tele o hacían los deberes o estaban acostados. No tuve lavarropas hasta mucho tiempo después de estar casados, así que yo lavaba siempre a mano. Así que dejaba la ropa en remojo, al otro día la enjuagaba y tendía. Después, los chicos iban a la escuela casi siempre a la tarde, y como la escuela está acá al lado de mi casa, nunca tuve problema en ese sentido. Así que yo me acostaba a dormir la siesta a la tarde, cuando venían los chicos me levantaba. Nunca fue problema para mí. Tal vez para los chicos sí, porque quizás no podían jugar, sobre todo los varones, no podían jugar a la pelota acá, tenían que salir a la calle. Pero otro problema no tenía.”
Su primer trabajo asalariado fue para Brukman, en 1992. Era un trabajo que hacía en su casa por las noches. “Mi hijo se pone de novio con una chica de Varela y la mamá cosía sacos para Brukman en la casa, cosía a mano y entonces un día me dice si yo no quería coser, porque esta fábrica tenía mucho trabajo, estaba dando trabajo. Y como yo sí cosía siempre, porque la ropa de los chicos la hacía yo, porque me daba maña, entonces le dije que bueno y me trajeron unos sacos de muestra. Y yo las hago y, entonces, de la fábrica me dicen que fuera a buscar, que estaba bien hecho y entonces voy a buscar. Esto fue en febrero del ‘92 y empiezo a traer acá a casa para coser. Cuando traía acá a casa mi marido me ayudaba a deshilvanar los sacos, los chicos también, entre todos hacíamos el trabajo y cosía de noche.”
En ese entonces forraba las sisas de los sacos a mano, ya que todavía no existía la máquina especial que actualmente usa en Brukman, donde se sigue dedicando a esa tarea. Después la convocaron para trabajar en la fábrica. “Yo le digo a mi marido que quería ir, porque yo ya estaba cobrando un sueldo que nunca había tenido. ¡Ya me había gustado que yo trabajo y yo tengo mi sueldo! Y me discutía que no, que los chicos, que la nena... Y yo le decía que los chicos ya eran todos grandes y a la nena la podían cuidar los hermanos. Así que yo le digo: ‘Dále, déjame’. Y me dice: ‘bueno, andá pero no te acostumbres.”
Ritmos de la esclavitud asalariada
En su recuerdo, los primeros tiempos en la fábrica aparecen como una época promisoria, cuando había buena paga y siempre a término. Claro que el tiempo casi no alcanzaba para tanto trabajo. “Venía yo de la fábrica –en ese entonces trabajaba de 6:00 a 3:00 de la tarde, de 3:00 a 5:00 hacía limpieza en los pisos de la misma fábrica y después llegaba acá como a las 7:00 de la tarde-, seguía cosiendo y después al otro día me levantaba a las 3:00 de la mañana, y así estuve más o menos un año. Después vino la máquina de forrar, de Alemania y echaron a todas las forradoras. La única que quedé fui yo, porque empecé a practicar en otras máquinas que se decía que eran parecidas a la que venía de Alemania. Pero resulta que no, que nada que ver; pero apenas me senté en dos o tres días que me sentaba media hora, que le robaba esa media hora a la limpieza y me sentaba a practicar en la máquina y bueno... El mecánico me enseñó primero en otras máquinas. Yo no sabía coser en máquinas industriales. Yo cosía acá con la máquina a pedal. Eléctrica no porque mi máquina a pedal tenía motor, pero yo le tenía miedo y no la enchufaba. Siempre cosía con el pedal. Cuando entré a la fábrica yo miraba a esas mujeres que cosían a tanta velocidad y me daba terror. Y después, de a poquito, fui agarrando coraje y me senté y primero empecé con las rectas y después con la que tengo ahora que es una máquina especial.”
Su aprendizaje no le costó ni un centavo de inversión al patrón. Ya a los nueve años, jugando, Celia aprendió a usar la máquina de coser que su madre le regaló y con la que hizo la ropa para ella y sus hermanos en los años siguientes. Como miles de mujeres obreras, la tarea calificada de Celia en la fábrica Brukman es sólo la continuidad de una tarea doméstica que aprendió en su temprana socialización generizada, como niña. “Mi hermano, primero, de chiquito juntaba cartón. A la mañana temprano salía con un carrito y yo lo acompañaba y juntábamos cartón por las fábricas, en Avellaneda. Era una zona industrial que siempre había cartones, botellas. Eso porque mi papá no estaba. Después cuando mi mamá trabajaba, igual lo hacíamos para comprarnos lo que sea, mi hermano una bicicleta... Entonces, mi hermano, después, a los diez años empieza a trabajar en una panadería, repartiendo el pan, y después le enseñan a trabajar en la panadería y ya tenía un sueldo. Salía de la panadería y se iba a la escuela. Y mi mamá me sacó una máquina de coser a crédito cuando yo estaba en cuarto grado y me la regala, que yo aprenda. Y yo me sentaba y jugando y jugando... porque mi mamá cortaba, se daba maña para cortarle la ropa a mis hermanitos y yo cosía. Después yo desarmaba alguna ropa y aprendía a cortarla y a hacerla. Porque yo tenía catorce años y ya me hacía las polleras, la ropa a mis hermanos...
Ahora la máquina que uso es una maquina especial, se pueden coser hombreras. Yo digo no es compleja, porque le agarré enseguida la mano, pero para otras personas por ahí es compleja. Esa maquina la trajeron en el ‘95. En esa máquina yo llegué a forrar quinientos sacos. Hacía mil mangas por día. Vino un ingeniero que hizo un proyecto de trabajo que lo pagaban a destajo, pagaban por prenda. Y yo hacía un cálculo mentalmente de cuánto podía hacer por día y bueno, hacía cien sacos cobraba diez pesos, hacía doscientos eran veinte pesos. Así llegué a hacer quinientos sacos que eran cincuenta pesos por día. Y en la quincena, una quincena de cuatrocientos pesos, para mí era lo máximo porque podía comprar cosas para mis hijos, para la casa.”
Celia siempre fue lo que un jefe llamaría “una empleada ejemplar”. En realidad, la disciplina y muchas veces la sumisión, son características comunes que pueden observarse en los talleres de costura. El motivo es el trabajo a destajo, que se presta a la manipulación de las operarias por parte de la empresa. “Las nueve horas no era de pasear por los pisos o de levantarme a charlar en las máquinas. Por lo general, no. Siempre trabajaba. Y si no tenía trabajo, pedía trabajo o que me enseñaran a hacer otro trabajo. Mientras estuvimos en el segundo piso, estábamos con una encargada que era Antonia, una señora que me ayudó bastante.
Siempre tuve muy buena relación con ella. En general, yo no tuve mala relación con nadie, ni con la patronal, con nadie. Con el jefe de personal sí, por ahí a veces tuve algunas diferencias ¡por el dinero! Discusiones por las faltas de pago, por las cuentas que pedíamos ver y no nos las entregaban. Pero por el trabajo, no.” A la hora del almuerzo, contaban con veinte minutos para comer el sándwich que les daba el empleador, en el mismo lugar donde cosían. Sólo en ocasiones especiales almorzaban con un poco más de tiempo, celebrando cumpleaños, jubilaciones o despedidas de solteras. “Vos comías lo que te llevabas, ahí nunca hubo comedor. Ellos te daban un sándwich con una feta de paleta o mortadela y una feta de queso y después vos te tenías que llevar el té, fruta, lo que quieras. Pero ellos daban un sándwich nada más. Eramos ciento quince. Los buenos momentos, te puedo decir, eran los cumpleaños: podíamos festejar. La encargada conseguía que, en vez de veinte minutos, pudiéramos tener media hora, un poquito más. Llevábamos todas un plato de alguna cosa, de tarta, de algo dulce, de empanadas y hacíamos una gran mesa donde muchas veces la patronal también participó. Lo hacíamos en los pisos, como teníamos mesas grandes de trabajo, juntábamos las mesas, poníamos mantel.
Fueron buenos momentos. No hemos tenido grandes malos momentos. Fueron los últimos los malos momentos. Un poco por la situación que estábamos y estamos pasando en el país. Yo pienso que todo eso en lo que se desató en la toma de la fábrica y todo, es producto del mismo problema social que hay. Pero en la fábrica, malos momentos no tuvimos.”
Una mujer altiva al servicio de la patronal
Cuando le preguntamos sobre la delegada sindical que había anteriormente en Brukman, Celia nos cuenta: “El trato era muy así... no era una relación, digamos, de compañeras, muy cercana. Ella trabajaba, pero yo trabajaba en el sector de terminación y ella en el sector de armado, que es en el mismo piso pero en la parte de atrás, donde ella tenía un grupo de compañeras que estaban con ella, pero que no era yo precisamente. Porque cuando ella pasaba diciendo algo como ‘chicas, hoy va a haber un vale de tanto porque no hay plata, porque el patrón el lunes va a tratar de conseguir’, yo siempre le hacía una crítica. Entonces era un poco así... ‘¿por qué? ¡si nosotros trabajamos! ¿Dónde está la plata de toda la semana? Sabemos que en la planta baja los trajes no están, que ya salieron.’ Nosotros cuando salíamos a las 3:00, por ahí salía una camioneta repleta de trajes y nosotros sabíamos que el trabajo salió. Las mismas compañeras de limpieza, por ejemplo, Liliana –que está trabajando ahora con nosotros- era una compañera que limpiaba todos los pisos y entonces ella nos contaba qué pasaba abajo o en la oficina, o en el cuarto o en el quinto; estábamos enteradas de todo, porque ella pasaba por los pisos contando.”
Las mismas empleadas de las oficinas administrativas se encargaban de informales a las obreras del taller las negociaciones que la delegada entablaba con la patronal, las más de las veces para su beneficio propio y el de la empresa, no el de las obreras. “Yo le tenía un poco de idea a la delegada, porque era una mujer medio altiva, de esas que te miran de allá arriba y yo sentía como que le tenía un poco de bronca. Un poco también por las cosas que decían de ella, que ella siempre sí tenía su vale siempre y nosotros no. Cuando decíamos: ‘vamos a parar la producción’, ella siempre decía que no, que así no se ganaba nada. Nunca estaba a favor de nosotros, sino que siempre a favor de la patronal y entonces eso hacía que le tuviera desconfianza. Por ejemplo, cuando había que parar, el sector de ella que era la parte del fondo, las de adelante parábamos, dejábamos de trabajar o trabajábamos más despacio y ellos trabajaban a full y nos llenaban de trabajo que de repente lo nuestro parecía muy atrasado y lo de ellos muy adelantado. Hubo veces que se paró, pero por horas nada más. Nunca fue un paro de un día, porque siempre llegaban convenciendo el jefe de personal o la delegada, que eso no había que hacerlo, que era peor.”
Celia no tenía ninguna experiencia como activista sindical, sin embargo, sabía que una delegada debe defender a las obreras si no quiere ser llamada “delegada patronal”. Cuenta que todo lo que sabe sobre sindicatos y delegados lo aprendió de las conversaciones que tenía con su marido, cuando volvía del trabajo en la fábrica Alpargatas. “Hubo un tiempo en que en Alpargatas lo querían poner de delegado por las peleas que él tenía con los delegados pro patronales que había; pero él nunca quiso ser delegado. Reclamaba lo que le parecía, pero nunca quiso ser delegado. Y él siempre me habló del trabajo, siempre, siempre. Así que yo me sentía como que yo trabajaba también, porque él me hacía participar de su trabajo. Así, mínimamente, tenía una idea de lo que era un delegado carnero, de todas esas cosas. Pero sino, yo personalmente, no tenía ninguna idea.”
18 de diciembre: trabajos de parto
Los vales que negociaba la delegada frente a la falta de pago del salario completo, se fueron achicando. Si bien en otros momentos habían llevado cincuenta pesos por semana, ya estaban cerca de las fiestas navideñas y no les daban más de cinco o seis pesos. “El último viernes, antes del 18 [de diciembre], nos habían dado dos pesos. ¡Pero qué íbamos a reclamar si la que repartía el dinero era Marina, que era la secretaria de administración y era una chica muy buena porque había sido trabajadora del taller también! Era maquinista y como tenía estudio tuvo la oportunidad, una vez, de pasar a la oficina y era una chica muy buena, muy dulce que nos contaba a veces las cosas que pasaban. Ella nos contaba cómo venía la mano, qué pasaba: ‘chicas, esto se está hundiendo’ o ‘está pasando esto’. Entonces no íbamos a reclamar, porque era ella la que estaba pagando y ¿qué íbamos a decirle? Y ‘bueno, chicas, vengan el lunes, a lo mejor hay más plata’. Teníamos que haber entrado a trabajar el lunes y dijimos que no. Los lunes de diciembre habíamos decidido no trabajar para abaratar los costos de viáticos. Entonces, volvíamos el martes. Y el martes, nos dijeron que no, que volviéramos el miércoles para que ya hubiera plata más seguro. Y empezamos a pensar que nos podían mandar telegramas diciendo que habíamos hecho abandono del trabajo. Así que peleamos. Ese día yo bajé y discutí mucho con el jefe de personal, que no, que veníamos el martes y veníamos el martes, contra la delegada también. Y vinimos el martes a trabajar y ese día empezamos desde las diez de la mañana a pelear por tener un mejor vale, como mínimo cincuenta pesos, cien pesos. Y bueno, discutimos mucho con el patrón, con los tres. Estuvieron los tres patrones: don Jacobo, don Mario y don Enrique y el jefe de personal.”
Para presionar por el pago del vale, el mismo 18 de diciembre dejaron de trabajar y bajaron a las oficinas administrativas en delegaciones de trabajadoras y trabajadores de cada piso de la fábrica. “Había venido el sindicato, dijeron que agarráramos lo que nos daban. Nos daban siete pesos o cinco, no me acuerdo. Nos dijo que agarráramos, el sindicato vino dos días seguidos. Pero él se reunía aparte con el jefe de personal, arreglaba todo y después venía a nosotros a convencernos. Y nosotras que no y que no, ‘pero chicas, ya van a conseguir’, el tipo siempre tratando de conciliar. Y bueno, el martes no hubo conciliación que valga, queríamos plata y dejamos de trabajar, entonces nos dijeron: ‘bueno, a las dos de la tarde les vamos a decir cuánto’, y don Jacobo le decía a la señora: ‘¿vos podes darme los doscientos pesos que tenes para el dentista y lo ponemos en la plata para darle a las chicas?’ ¡Pero eran doscientos pesos y éramos ciento quince!” Cuando recuerda esta escena, Celia se ríe con ganas. La actuación montada por la patronal, como maniobra distractiva mientras planificaban su huida, hoy parece cómica. En ese momento, sin embargo, eran los actos de un drama del que nadie aventuraba el final.
“Cuando llegaron las dos de la tarde bajamos y ya no había más nadie. No estaba el jefe de personal, solamente había quedado un chico que era uno de administración, quedó porque estaba haciendo unos trabajos en la computadora. Y de la patronal nadie, nadie. Y bueno, entonces decidimos esperar, pensando que ellos habían ido a buscar plata y volvían. Y nos quedamos y ahora estamos, todavía esperando...” Por segunda vez, la risa se instala en el rostro de Celia, dando a entender que esto es sólo una broma. Ellas ya no esperan que vuelvan los antiguos dueños de Brukman, tampoco lo desean. Hoy cobran un salario digno, incluso superior al mínimo que determina la ley para esta rama productiva. “Aunque ya no esperamos nada. La primer semana, los primeros quince días teníamos realmente la esperanza de que iban a volver, porque realmente muchos pensábamos que era inaudito pensar... no nos entraba en la cabeza que ellos dejaran una fábrica como esa, con todo como estaba, sin volver.”
Así, sin demasiada conciencia de lo que sucedía, las obreras y obreros de Brukman tomaron las instalaciones de la fábrica. No con la intención de apoderarse de la empresa, sino con la convicción de que los patrones volverían con el dinero que les adeudaban. Celia dice que “fue por accidente”. Un accidente, en todo caso, cometido por los empresarios que quebraron la fábrica y adeudaron salarios, para huir con el dinero robado a los trabajadores y no volver.
“Y el quedarse después fue porque muchos no tenían directamente para volverse a la casa. Yo me quedé más o menos hasta las diez de la noche y después me vine. Al otro día a las seis estuve de vuelta ahí, pero los compañeros que se quedaron adentro, los veintipico que se quedaron la primera noche se quedaron, están y siguen estando.”
Esa misma noche, Celia se quedó hasta las 22:00 horas. Se fue hasta su casa, que queda a dos horas de viaje de la fábrica, para no dejar sola a su hija menor, y volvió a las 6:00 de la mañana del día siguiente.
“Esa noche lo único que pensaba es que tenía que volver rápido, a ver si vino la patronal y qué pasó con esto. No había dormido. Porque esa noche que vine no dormí nada. Llegaron las tres de la mañana y yo estaba levantada, llamé a mi marido: ‘Mirá que me voy, ya me estoy yendo, después te llamo. Fijáte la nena.’, esas cosas... La idea mía era que la patronal viniera. Yo pensaba que iban a venir. Realmente, en los primeros tiempos como que no me cabía en la cabeza que quedara todo eso y ellos se fueran. Yo no analizaba que se podían ir por el tema de que muchas fábricas ya estaban así. No tenía idea de la lucha de Zanon, ¡ni por las tapas! que habían salido ya a la calle y yo ni estaba enterada.”
Sueños de una noche de verano
Después de esa noche, cambió todo. Al día siguiente, el 19 de diciembre por la noche, miles de personas en todas las ciudades del país se lanzaron a las calles desafiando el estado de sitio, que pretendía imponer un gobierno que ya no se sostenía en el poder. Muchas de esas personas permanecieron en vigilia en la Plaza de Mayo, frente a la Casa de Gobierno. Adentro de la fábrica Brukman, la mitad de sus obreras y obreros permanecían a la espera de sus salarios, -sin saber exactamente qué estaba pasando puertas afuera-, también en vigilia expectante por su futuro.
“Cambió todo porque yo no soy la misma ya. Digamos que estoy como más dispuesta a la pelea, a no dejarme ganar, a no quedarme en casa cruzada de brazos viendo que todo pasa allá y yo no estoy. Por ejemplo, ya no me veo en ese plano. Las cosas en casa, por ejemplo se modificaron. Yo ya no tengo tiempo para las cosas de la casa, porque yo me voy a la mañana y vengo a la noche. Es muy rara la vez que yo vengo a media tarde, a las cuatro, las cinco, las seis. Siempre llego muy tarde, siempre. No tengo tiempo de decir voy a hacer una rica comida el fin de semana, porque no es así, no puedo. O estar con los nietos. Por ejemplo la chiquita que tiene siete meses yo la veo los fines de semana nada más. No tengo ya tiempo ni para mí, te diría. Porque es levantarme, ir a la fábrica y volver, irme a dormir. Y es así toda la semana hasta el domingo.”
Celia dice estas palabras, vencida por el cansancio. Sin embargo, es diferente este cansancio elegido que el cansancio de ser operaria empleada por una patronal que ni siquiera cumplía con las obligaciones salariales.
En esos tiempos que ahora parecen tan lejanos, Celia soñaba con ahorrar dinero para hacer la fiesta de quince años de su hija. Hoy, cuando el tiempo ni siquiera le alcanza para dormir, sigue soñando; pero sus sueños son otros.
“Ahora sueño que la fábrica sea nuestra, que se estatice o no, buscar alguna manera legal, pero que nosotros podamos gestionarla, que podamos trabajar tal vez para los hospitales, hacer un trabajo para la comunidad, que tengamos cientos de desocupados allí adentro, porque ahora yo sí lo veo muy de cerca lo de la desocupación, a la necesidad. Lo veo cuando marchamos con la gente del Bloque Piquetero o de la Aníbal Verón, veo todas esas mujeres con los chicos de la mano, caminando tanto en la lluvia, en el frío o en el verano que hacía tanto calor... toda la gente con sus hijos, en una marcha reclamando fuentes de trabajo, salario social, un salario digno. Entonces ahora sí que cambiaron. Todas esas cosas ahora yo las veo y me interesa que desde mi lugar, desde mi fábrica, haya un tipo de solución para ayudar a esa gente. Si bien muchos compañeros todavía mezquinan mucho y como que no quieren compartir un pedacito de la fábrica con algún desocupado. Eso a mí me enoja mucho, muchas veces. Porque yo insisto en que nosotros debemos tomar gente, que tenemos que tener gente ya de los desocupados trabajando. Lugar, tenemos; máquinas, tenemos. Así que falta nada más que un poquito de entendimiento, de solidaridad de parte de algunos compañeros que todavía no entienden esa parte que es tan necesaria para cambiar mínimamente la situación de los desocupados.”
Cuestiones de estética, cuestiones de ética
Para Celia son notorias las modificaciones que se fueron generando en las mismas relaciones entre las compañeras de trabajo. “Ahora estamos más unidas las compañeras, no se dan las charlas de ‘mirá ella cómo se vino’ o ‘mirala cómo se pintó’. Ya no hay esa crítica entre nosotras. Qué sé yo cómo decirte... nos sentimos todas iguales, así la otra compañera haya venido hoy más pintada, menos pintada, más cambiada o menos cambiada. Yo pienso que eso cambió a partir del conflicto porque antes uno miraba más, no tenías toda la historia de tener que... como ahora que tenés que ir a todos lados a discutir la lucha o a trabajar a full y hacer dos o tres trabajos en el taller porque faltan compañeras especialistas en algunas partes de sastrería que las tenemos que ir aprendiendo. Entonces no te da el tiempo para decir: ‘mirala a ésta, se pintó las uñas, los ojos’. En todo eso ya no te fijas. Lo único que te interesa es poder entregar el trabajo, salir y contar la lucha y que la comunidad te apoye o dar una charla para la radio o la televisión o que vienen periodistas de otros países y vos lo único que estás pensando es qué le vas a contar al periodista que viene hoy a hacerte la entrevista, poder desarrollar la historia para que en otros países se enteren y te apoyen. Ya no es cuestión de estética, te diría. Para nosotras ya no se trata de estética.”
Del individualismo y la falta de compañerismo sembrada por la patronal y la burocracia sindical, pasaron a la ética de la solidaridad que necesitan para enfrentar la lucha y ganar. “Hablamos mucho. Antes, yo pienso, que nunca nadie iba a decir ‘hoy discutí con mi marido’. Como que éramos más hipócritas, nos guardábamos más todo para nosotras. En cambio ahora, no. Es como que hay más unión, más confianza, más necesidad de contarse todo para saber cómo te apoyas o cómo la apoyas a la compañera que tiene un problema hoy, qué podes hacer, cómo la podes contener. Porque hay momentos en que yo tengo algún problema con mi familia y todas esas cosas que vos tenés a tus compañeras para contarles. Y llorás, porque es así... ya no tenés el reparo en decir ‘ay, ésta me va a ver llorar y me va a decir que soy una maricona’, como les decía yo en la toma: ‘¡no lloren, mariconas!’. Ahora tenés más confianza. Yo pienso que todo eso lo hizo el estar tantas horas juntas, tantos días y ya tantos meses que nos conocemos muy mucho todas y sabemos de los problemas familiares y de la falta de cosas en la casa, que nos podemos contar: ‘mirá yo no tengo esto, no tengo aquello, me falta para comprar una botella de aceite porque subió el mil por mil’. Todo eso, por más que lo necesitáramos, no lo hablábamos y ahora sí. Se habla todo de todo.”
Y juntas también participan de distintas acciones: marchas a la Legislatura, notas para televisión y radio, encuentros con otros sectores de trabajadores y desocupados, reuniones con vecinos de las asambleas barriales, charlas en universidades para difundir la lucha. Incluso, este año, participaron por primera vez del Encuentro Nacional de Mujeres que se realiza en el país desde hace 17 años.
“En otro momento ni hubiera soñado yo estar tan lejos de casa y peleando por reivindicaciones que a mí me parecen justas y a otras personas no; tratando de contar la lucha de mi fábrica y de mi gente, bueno... esas cosas... nunca me hubiera visto en ese plano. Seguramente tenía esa capacidad muy escondida y era parte de mí, pero nunca la había desarrollado. Pienso yo que es así, porque siento que sí, siempre fui combativa porque criar cinco hijos y ayudar a mi marido a que con un sueldo mínimo de obrero podamos tener una casa y que los chicos se hayan criado mínimamente bien, dentro de todo... para eso tenés que ser combativa y tener fuerza porque si no todo se va a la miércoles. En esta sociedad, los chicos ahora se tuercen. Nosotros vivimos en un barrio bastante jorobado, así que el que ninguno me haya salido delincuente, todos trabajan, todos tienen mínimamente algo ya hecho, entonces tiene que ser que seguramente lo tuve y nunca me di cuenta.”
En su casa, Celia recibe el apoyo del marido y de la hija menor. Sin embargo, sus hijos varones manifiestan miedo por su nueva vida y sus nuevos compromisos. “Los varones no se acostumbran a que yo esté ahí constantemente, como que ellos todavía no entienden esto de tomas de fábrica y la pelea y salir a la calle y las marchas... como que no lo tienen asumido, como que eso no puede ser.
Todavía están con esa idea. De repente me dicen: ‘mamá, ¡vos sos loca! Si te pasa algo, acordáte de lo que pasó en los ’70, cómo desaparecían los trabajadores.’ Yo siempre les digo que yo no tengo miedo, que no se hagan problema que yo realmente no tengo miedo de que me pase algo así. Yo pienso que nosotros no estamos todavía a ese nivel. La lucha nuestra no llegó todavía a ese nivel, como en los ’70. Los trabajadores no sé si eran más combativos, más decididos, llevaban las cosas al extremo, si tenían que actuar actuaban. Nosotros, como que ahora hacemos marchas, pero todavía no llegamos al extremo de esos años ¿no? Entonces, como que la situación política no da, me parece, como para llegar a ese extremo, como cuando desaparecía gente de las fábricas, los chicos de las escuelas, los jóvenes combativos... a mí me parece como que todavía no estamos en esa etapa. Ojalá no llegue nunca, que tengamos soluciones y no lleguemos a esas instancias. Ellos, porque han leído historia, ven películas como La noche de los lápices, hacen que tengan un poco de miedo.”
El hilo de la historia
Cuando le preguntamos qué espera del futuro, Celia nos muestra que no alberga ambiciones desmedidas. Y que, sin embargo, para la Argentina de hoy, sí lo parecen. “Mínimamente seguir trabajando, que se arregle la situación de la fábrica, que el Estado escuche y nos dé una solución... porque la pelea nuestra es más que nada con el Estado, sabemos que es una decisión política lo que hará que estemos o no estemos en el futuro en esa fábrica.
Mínimamente seguir trabajando, seguir teniendo la familia que tengo. No pretendo grandes cosas porque ya tengo una vida hecha y estoy acostumbrada a esa vida. No sé... no me veo más allá que como trabajadora. Para mi hija quisiera que estudie y que sea alguien, pero también me gustaría que se interese un poco más por los problemas de la gente, que se meta más en eso, que trate de ver a su alrededor, que pudiera acercarse más a la gente, entender a la gente que está a su alrededor, que pueda ayudar. Me gustaría que aprenda a defenderse políticamente. Que aprenda lo que a lo mejor yo no pude aprender, tantas cosas que me harían falta hoy.” Entre esas “cosas”, Celia denosta la falta de conocimiento de la historia. Según nos explica, le hace falta “haber leído un poco más de política, de historia... hay tantos luchadores o reivindicaciones, las anteriores guerras, los luchadores de otros tiempos, cómo y por qué lucharon, cómo hacer para salir de todo este problema... que no es fácil, pero en la historia está y yo no sé y me cuesta tanto meterme en eso. Me gustaría saber mucho más.”
Aunque en el Día Internacional de los Trabajadores, este año, se plantó ante 10.000 personas en la Plaza de Mayo y habló como una experta oradora, Celia insiste en sus carencias: “Quisiera saber más para poder pelear más políticamente por la fábrica, por nuestras reivindicaciones, y me cuesta mucho porque por ahí lo pienso y no lo sé expresar, saber los significados de muchas cosas para poder discutir más de igual a igual con la gente que de repente hace que peligre nuestra lucha, por ejemplo. Saber defenderme, no yo personalmente, sino para defender mi fábrica. No es algo para mí en lo personal, porque no tengo nada que defender.”
Sin embargo, esto que ella advierte como una debilidad, no le impide seguir adelante. Hace un tiempo nos dijo, en la puerta de la fábrica, unas palabras que definen su vida actual y la de sus compañeras de lucha: “me dí cuenta que las mujeres no estamos sólo para cocinar y lavar la ropa, que damos para mucho más. Y ahora que me dí cuenta... no pienso parar.”
Publicado en Revista Travesías Nº 11 – CeCyM
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