PRÓLOGO A LA EDICIÓN MEXICANA
Esta edición mexicana de Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo, que se publica seis años después de la primera edición argentina, aparece cuando los nubarrones de la crisis económica mundial vuelven a aparecer en el horizonte y los pronósticos más optimistas plantean la perspectiva de que, en un plazo no muy largo, en el planeta habrá veinte nuevos millones de personas desocupadas y otros doscientos millones pasarán a vivir en la extrema pobreza. Pero, como sabemos, ese impacto de la crisis no es ni será igual para todos: la mayoría de esas personas son y serán mujeres.
El capitalismo es este sistema monstruosamente obsceno en el que, no sólo los doscientos hombres más ricos del mundo poseen lo mismo que los dos mil quinientos millones de personas más pobres, sino que también la gran mayoría de esos dos mil quinientos millones de personas son mujeres y niñas. La identidad de género y la pertenencia de clase conjugadas, en el capitalismo, abren las puertas del cielo para unos pocos y son un pasaporte seguro a la supervivencia en condiciones infrahumanas para las grandes mayorías, constituidas, a su vez, por una mayoría de “otras”.
Imposible referirnos al feminismo, entonces, haciendo caso omiso de este dramático telón de fondo que involucra las pasadas, presentes y futuras condiciones de existencia de las grandes mayorías de las mujeres del mundo. Ésa era la intención, al publicar Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo hace seis años: mostrar que las luchas de las mujeres por sus derechos estaban íntimamente ligadas a la lucha de clases; que avances y retrocesos estaban signados por progresos y reflujos en el combate contra un sistema de explotación del trabajo asalariado que recurre, asimismo, a la expoliación imperialista, la devastación planetaria, la opresión de millones de seres humanos que, además de ser explotados, se ven enfrentados entre sí por razones de género, identidad sexual, edad, nacionalidad, etnia, religión…
Pero ese objetivo hoy adquiere una nueva vitalidad si lo pensamos en función de la crisis que nos amenaza. Podría decirse que, después de todo, aunque el mundo funcione cada vez peor, las mujeres hemos conquistado nuevos espacios, jalones de equidad, derechos inauditos para aquellas que nos precedieron en la historia. Y es cierto: aunque suene paradójico, en las últimas décadas –durante el período de mayor contraofensiva imperialista contra las masas, sus organizaciones y las conquistas heredadas de décadas anteriores-, la agenda feminista se convirtió, en gran medida, en política pública de los Estados, los gobiernos y organizaciones interestatales, incluyendo los organismos financieros. El feminismo tuvo el mérito de imponer sentidos, alcanzando legitimidad entre públicos más amplios; pero esta legitimidad también fue a costa de reconvertirse, en gran medida, en una plétora de organizaciones no gubernamentales, perdiendo su filo más subversivo. El feminismo obtuvo reconocimiento a cambio de integración; legalidad a cambio del abandono de la radicalidad anterior.
Mientras tanto, en América Latina aumentó velozmente lo que se denomina la “feminización de la fuerza de trabajo”, donde la creciente incorporación de las mujeres al mercado laboral fue a costa de una mayor precarización, con las peores condiciones y sin derecho a organizarse. Durante este mismo período, los antiguos vejámenes se transformaron en ingentes “negocios”: la apertura de las fronteras para el comercio internacional, los paraísos fiscales, la concentración de mujeres jóvenes desarraigadas en enormes ciudades-factorías de fronteras, el crecimiento del tráfico de drogas y la corrupción permitieron que el tráfico de mujeres para snuff, pornografía, esclavismo sexual y prostitución se transformara en una colosal industria que alcanza a cuatro millones de mujeres y dos millones de niñas y niños cada año, produciendo una ganancia de más de treinta mil millones de dólares para los proxenetas (entre cuyas redes, no está demás aclarar que, siempre se encuentran políticos, empresarios, fuerzas represivas, funcionarios judiciales, religiosos, etc.). ¿Y qué hay para decir de los denominados derechos sexuales y reproductivos propiciados durante esta etapa? En decenas de países existen derechos sexuales y reproductivos, se respeta legalmente la diversidad sexual y se ha despenalizado el aborto. Podría decirse que hemos avanzado enormemente, siempre y cuando hagamos la salvedad de que medio millón de nuestras hermanas muere, cada año, por complicaciones en el embarazo o el parto, algo que, a esta altura del desarrollo científico y médico, debiera ser perfectamente evitable.
La crisis económica también profundizará aún más la crisis alimentaria que ya, con el aumento desorbitado de los precios de los alimentos de los últimos dos años, eleva a casi mil millones la cifra de personas desnutridas en el mundo, mientras los grandes pulpos multinacionales introducen los cultivos transgénicos, talando bosques, agotando la fertilidad del suelo, propagando el uso de plaguicidas tóxicos y condenando a la extinción a las especies animales. Y también se reducirán los presupuestos para salud, educación y otros servicios sociales, haciendo recaer sobre la ya fatigosa doble jornada de trabajo de las mujeres, más tareas para la reproducción de la vida. Todo indica que la crisis ya tiene como consecuencia la caída de los recursos de la llamada “cooperación internacional”, lo que aumenta aún más la competencia entre las organizaciones sociales por ser las beneficiarias de su adjudicación.
En esta situación, el supuesto camino “realista” para conseguir la igualdad, transitado de manera gradual y evolutiva, o, incluso, la consecución de metas mucho más modestas y prosaicas en la búsqueda de mejorías para las condiciones de vida de las mujeres, finalmente se devela como verdaderamente utópico en los estrechos y asfixiantes marcos de las democracias capitalistas del continente, más aun bajo las circunstancias de la crisis económica mundial. Igualmente utópico es pensar que, alejándose de la disputa por el poder del Estado, auto-relegándose en las iniciativas individuales de la creación de “contracultura” y “contravalores” opuestos a los imperantes, es posible enfrentar la barbarie que el capitalismo reserva para millones de mujeres. Para la inmensa mayoría de las mujeres del mundo, las crisis recurrentes del sistema capitalista no pueden aparejar otra cosa más que muertes, más explotación, más esclavismo, menos derechos…
Estaríamos plenamente satisfechas si, al menos, el pasado que la autora intenta mostrar en Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo sirviera a nuestras lectoras y lectores para pensar qué haremos frente a la crisis que nos amenaza. ¿Vamos a plantearnos la perspectiva de una nueva sociedad, sin explotación ni opresión de ningún tipo o vamos a elegir el camino de las modificaciones de esta sociedad en la que vivimos, para atenuar, a lo sumo, algunos de sus más brutales abusos, sólo para “minimizar la crueldad”? Este libro fue escrito con un propósito militante. Como se señala en la introducción, su autora no es historiadora ni escritora profesional; nos guía la intención de que nuevas generaciones de mujeres recuperen esa estrategia que cuestiona radicalmente al sistema capitalista, especialmente ahora, cuando éste –en su nueva embestida contra las mayorías explotadas y oprimidas del planeta- no deja más lugar para la ilusión de la integración que podía soñar el feminismo institucional y reduce aún mucho más el círculo de quienes pueden vivir creativamente al margen de una sociedad que se hunde, cada vez más, en la barbarie.
Y no hace falta remontarse a la Revolución Francesa de 1789 o a la Revolución Rusa de 1917 –como lo hacemos en este libro- para demostrar que frente a los grandes cataclismos sociales, políticos y económicos, las mujeres siguen siendo los destacamentos de vanguardia que enfrentan las crisis y las nefastas consecuencias que ellas entrañan para la vida cotidiana de las masas. Ya hemos visto luchar a las mujeres del altiplano boliviano en la Guerra del Agua; a las mujeres oaxaqueñas tomar literalmente el poder de la comuna, organizando la resistencia desde los medios de comunicación bajo su control. Las mujeres desocupadas de Argentina cortaron las rutas una y mil veces reclamando trabajo genuino y las trabajadoras de la textil Brukman pusieron a producir la empresa bajo control obrero, resistiendo el desalojo y la represión, en plena crisis nacional del 2001. Hemos visto a las feministas y mujeres en resistencia de Honduras, durante meses, estar al frente de la lucha contra los golpistas y, en las colonias más pobres de Tegucigalpa, vimos a las mujeres organizando el territorio y a la comunidad para resistir la represión del ejército y los sicarios. En esos nuevos ímpetus de millones de mujeres trabajadoras y de los sectores populares radican las fuerzas de las que dependerá el futuro del movimiento de mujeres de América Latina.
Las feministas que sueñen aún con una sociedad liberada de toda forma de opresión, aquellas cuyas ansias de emancipación sigan intactas, no sólo no pueden darle la espalda a estos sectores de millones de mujeres del continente que emergieron a la vida política en los últimos años, sino que tienen el deber de dirigirse hacia ellas, de nutrirse de sus luchas y colaborar con sus triunfos. Proponerse la tarea de construir un movimiento de mujeres que se sostenga en la independencia política del Estado, de su régimen y sus instituciones; que se fortalezca en las luchas, arrancando todos los derechos que nos sean posibles y las mejores condiciones de existencia que pueda ofrecer este sistema de podredumbre y sometimiento, al tiempo en que socavamos sus cimientos, preparándonos para asestarle nuestro golpe definitivo y comenzar, entonces, la construcción de una sociedad liberada, definitivamente, de todas las formas de explotación y opresión que hoy pesan sobre la inmensa mayoría de la humanidad, pero doblemente sobre la vida y los cuerpos de las mujeres.
En ese camino, nos proponemos colaborar modestamente –con esta publicación- desde nuestras pequeñas fuerzas. Fuerzas que, cuando vio la luz la primera edición de Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo se sintetizaban en treinta mujeres jóvenes que se reunían en la agrupación homónima de la austral ciudad de Buenos Aires; pero que hoy nos enorgullece decir que reúne a más de un millar de mujeres trabajadoras, amas de casa y estudiantes en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile y, más recientemente, también aquí en México.
“Socialismo o barbarie”, dijo Rosa Luxemburgo. Y hoy esa premisa adquiere una vigencia inusitada... especialmente para las mujeres, para todas aquellas que no pedimos, sino que exigimos, nuestro derecho al pan, pero también a las rosas.
El capitalismo es este sistema monstruosamente obsceno en el que, no sólo los doscientos hombres más ricos del mundo poseen lo mismo que los dos mil quinientos millones de personas más pobres, sino que también la gran mayoría de esos dos mil quinientos millones de personas son mujeres y niñas. La identidad de género y la pertenencia de clase conjugadas, en el capitalismo, abren las puertas del cielo para unos pocos y son un pasaporte seguro a la supervivencia en condiciones infrahumanas para las grandes mayorías, constituidas, a su vez, por una mayoría de “otras”.
Imposible referirnos al feminismo, entonces, haciendo caso omiso de este dramático telón de fondo que involucra las pasadas, presentes y futuras condiciones de existencia de las grandes mayorías de las mujeres del mundo. Ésa era la intención, al publicar Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo hace seis años: mostrar que las luchas de las mujeres por sus derechos estaban íntimamente ligadas a la lucha de clases; que avances y retrocesos estaban signados por progresos y reflujos en el combate contra un sistema de explotación del trabajo asalariado que recurre, asimismo, a la expoliación imperialista, la devastación planetaria, la opresión de millones de seres humanos que, además de ser explotados, se ven enfrentados entre sí por razones de género, identidad sexual, edad, nacionalidad, etnia, religión…
Pero ese objetivo hoy adquiere una nueva vitalidad si lo pensamos en función de la crisis que nos amenaza. Podría decirse que, después de todo, aunque el mundo funcione cada vez peor, las mujeres hemos conquistado nuevos espacios, jalones de equidad, derechos inauditos para aquellas que nos precedieron en la historia. Y es cierto: aunque suene paradójico, en las últimas décadas –durante el período de mayor contraofensiva imperialista contra las masas, sus organizaciones y las conquistas heredadas de décadas anteriores-, la agenda feminista se convirtió, en gran medida, en política pública de los Estados, los gobiernos y organizaciones interestatales, incluyendo los organismos financieros. El feminismo tuvo el mérito de imponer sentidos, alcanzando legitimidad entre públicos más amplios; pero esta legitimidad también fue a costa de reconvertirse, en gran medida, en una plétora de organizaciones no gubernamentales, perdiendo su filo más subversivo. El feminismo obtuvo reconocimiento a cambio de integración; legalidad a cambio del abandono de la radicalidad anterior.
Mientras tanto, en América Latina aumentó velozmente lo que se denomina la “feminización de la fuerza de trabajo”, donde la creciente incorporación de las mujeres al mercado laboral fue a costa de una mayor precarización, con las peores condiciones y sin derecho a organizarse. Durante este mismo período, los antiguos vejámenes se transformaron en ingentes “negocios”: la apertura de las fronteras para el comercio internacional, los paraísos fiscales, la concentración de mujeres jóvenes desarraigadas en enormes ciudades-factorías de fronteras, el crecimiento del tráfico de drogas y la corrupción permitieron que el tráfico de mujeres para snuff, pornografía, esclavismo sexual y prostitución se transformara en una colosal industria que alcanza a cuatro millones de mujeres y dos millones de niñas y niños cada año, produciendo una ganancia de más de treinta mil millones de dólares para los proxenetas (entre cuyas redes, no está demás aclarar que, siempre se encuentran políticos, empresarios, fuerzas represivas, funcionarios judiciales, religiosos, etc.). ¿Y qué hay para decir de los denominados derechos sexuales y reproductivos propiciados durante esta etapa? En decenas de países existen derechos sexuales y reproductivos, se respeta legalmente la diversidad sexual y se ha despenalizado el aborto. Podría decirse que hemos avanzado enormemente, siempre y cuando hagamos la salvedad de que medio millón de nuestras hermanas muere, cada año, por complicaciones en el embarazo o el parto, algo que, a esta altura del desarrollo científico y médico, debiera ser perfectamente evitable.
La crisis económica también profundizará aún más la crisis alimentaria que ya, con el aumento desorbitado de los precios de los alimentos de los últimos dos años, eleva a casi mil millones la cifra de personas desnutridas en el mundo, mientras los grandes pulpos multinacionales introducen los cultivos transgénicos, talando bosques, agotando la fertilidad del suelo, propagando el uso de plaguicidas tóxicos y condenando a la extinción a las especies animales. Y también se reducirán los presupuestos para salud, educación y otros servicios sociales, haciendo recaer sobre la ya fatigosa doble jornada de trabajo de las mujeres, más tareas para la reproducción de la vida. Todo indica que la crisis ya tiene como consecuencia la caída de los recursos de la llamada “cooperación internacional”, lo que aumenta aún más la competencia entre las organizaciones sociales por ser las beneficiarias de su adjudicación.
En esta situación, el supuesto camino “realista” para conseguir la igualdad, transitado de manera gradual y evolutiva, o, incluso, la consecución de metas mucho más modestas y prosaicas en la búsqueda de mejorías para las condiciones de vida de las mujeres, finalmente se devela como verdaderamente utópico en los estrechos y asfixiantes marcos de las democracias capitalistas del continente, más aun bajo las circunstancias de la crisis económica mundial. Igualmente utópico es pensar que, alejándose de la disputa por el poder del Estado, auto-relegándose en las iniciativas individuales de la creación de “contracultura” y “contravalores” opuestos a los imperantes, es posible enfrentar la barbarie que el capitalismo reserva para millones de mujeres. Para la inmensa mayoría de las mujeres del mundo, las crisis recurrentes del sistema capitalista no pueden aparejar otra cosa más que muertes, más explotación, más esclavismo, menos derechos…
Estaríamos plenamente satisfechas si, al menos, el pasado que la autora intenta mostrar en Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo sirviera a nuestras lectoras y lectores para pensar qué haremos frente a la crisis que nos amenaza. ¿Vamos a plantearnos la perspectiva de una nueva sociedad, sin explotación ni opresión de ningún tipo o vamos a elegir el camino de las modificaciones de esta sociedad en la que vivimos, para atenuar, a lo sumo, algunos de sus más brutales abusos, sólo para “minimizar la crueldad”? Este libro fue escrito con un propósito militante. Como se señala en la introducción, su autora no es historiadora ni escritora profesional; nos guía la intención de que nuevas generaciones de mujeres recuperen esa estrategia que cuestiona radicalmente al sistema capitalista, especialmente ahora, cuando éste –en su nueva embestida contra las mayorías explotadas y oprimidas del planeta- no deja más lugar para la ilusión de la integración que podía soñar el feminismo institucional y reduce aún mucho más el círculo de quienes pueden vivir creativamente al margen de una sociedad que se hunde, cada vez más, en la barbarie.
Y no hace falta remontarse a la Revolución Francesa de 1789 o a la Revolución Rusa de 1917 –como lo hacemos en este libro- para demostrar que frente a los grandes cataclismos sociales, políticos y económicos, las mujeres siguen siendo los destacamentos de vanguardia que enfrentan las crisis y las nefastas consecuencias que ellas entrañan para la vida cotidiana de las masas. Ya hemos visto luchar a las mujeres del altiplano boliviano en la Guerra del Agua; a las mujeres oaxaqueñas tomar literalmente el poder de la comuna, organizando la resistencia desde los medios de comunicación bajo su control. Las mujeres desocupadas de Argentina cortaron las rutas una y mil veces reclamando trabajo genuino y las trabajadoras de la textil Brukman pusieron a producir la empresa bajo control obrero, resistiendo el desalojo y la represión, en plena crisis nacional del 2001. Hemos visto a las feministas y mujeres en resistencia de Honduras, durante meses, estar al frente de la lucha contra los golpistas y, en las colonias más pobres de Tegucigalpa, vimos a las mujeres organizando el territorio y a la comunidad para resistir la represión del ejército y los sicarios. En esos nuevos ímpetus de millones de mujeres trabajadoras y de los sectores populares radican las fuerzas de las que dependerá el futuro del movimiento de mujeres de América Latina.
Las feministas que sueñen aún con una sociedad liberada de toda forma de opresión, aquellas cuyas ansias de emancipación sigan intactas, no sólo no pueden darle la espalda a estos sectores de millones de mujeres del continente que emergieron a la vida política en los últimos años, sino que tienen el deber de dirigirse hacia ellas, de nutrirse de sus luchas y colaborar con sus triunfos. Proponerse la tarea de construir un movimiento de mujeres que se sostenga en la independencia política del Estado, de su régimen y sus instituciones; que se fortalezca en las luchas, arrancando todos los derechos que nos sean posibles y las mejores condiciones de existencia que pueda ofrecer este sistema de podredumbre y sometimiento, al tiempo en que socavamos sus cimientos, preparándonos para asestarle nuestro golpe definitivo y comenzar, entonces, la construcción de una sociedad liberada, definitivamente, de todas las formas de explotación y opresión que hoy pesan sobre la inmensa mayoría de la humanidad, pero doblemente sobre la vida y los cuerpos de las mujeres.
En ese camino, nos proponemos colaborar modestamente –con esta publicación- desde nuestras pequeñas fuerzas. Fuerzas que, cuando vio la luz la primera edición de Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo se sintetizaban en treinta mujeres jóvenes que se reunían en la agrupación homónima de la austral ciudad de Buenos Aires; pero que hoy nos enorgullece decir que reúne a más de un millar de mujeres trabajadoras, amas de casa y estudiantes en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile y, más recientemente, también aquí en México.
“Socialismo o barbarie”, dijo Rosa Luxemburgo. Y hoy esa premisa adquiere una vigencia inusitada... especialmente para las mujeres, para todas aquellas que no pedimos, sino que exigimos, nuestro derecho al pan, pero también a las rosas.
Andrea D’Atri, Sandra Romero y Alejandra Toriz
Entre Buenos Aires y México DF, febrero de 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario