Parte I: Los orígenes
Cuando nos hablan de “familia” –en la tele, en la escuela, en la Iglesia y en la propia familia- enseguida relacionamos esto con amor, comprensión, cuidados y cariño. A pesar de los problemas de la convivencia, de que no todas las familias son iguales e, incluso, a pesar de la existencia de la violencia doméstica, nadie se atrevería a cuestionar que el fundamento de la familia es el amor y, mucho menos, cuestionaría su existencia en todos los tiempos, desde “que el hombre es hombre”. ¿Pero esto es realmente así? ¿Cuáles fueron los fundamentos de la organización familiar en sus orígenes?
Hasta la época de los antiguos griegos y romanos, los seres humanos se habían organizado de diferentes maneras para la reproducción y producción de sus vidas, predominando las formas de relación basadas en los lazos sanguíneos de línea materna. Las mujeres, enaltecidas por su posibilidad de engendrar vida y el misterio que esto encerraba para los seres humanos, ocupaban un lugar privilegiado en las sociedades primitivas. Una de las razones por la cual, también, nos encontramos con numerosas diosas y otras divinidades femeninas en este período.
Luego se descubrieron la técnica de la agricultura, la fundición de metales y la domesticación de animales, entre otras cosas. Todos estos grandes descubrimientos permitieron aumentar las riquezas sociales y entonces, ya no fue necesario que todos los miembros de la comunidad trabajaran para garantizar su supervivencia: mientras la mayoría trabajara, un sector minoritario podía eximirse de esta carga y ser mantenido por los productores. Se originan, así, las clases en las cuales se divide la sociedad y la propiedad privada. Pero no sólo se descubrieron las técnicas que permitieron aumentar la productividad del trabajo, sino que también se descubrió la relación que existía entre el coito y la reproducción, lo que permitió entender el papel que tenía el varón en la procreación. “Así quedaron abolidos la filiación femenina y el derecho hereditario materno, sustituyéndolos la filiación masculina y el derecho hereditario paterno”, dice Engels y agrega: “El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también las riendas en la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción.” [destacado en el original].
Si sólo nos detenemos a analizar el término “familia”, descubrimos que, en latín, quiere decir “conjunto de esclavos”. Es que la familia, entre los romanos, remitía a la esposa, los hijos y los esclavos que poseía un ciudadano. Como este conjunto de esclavos era un objeto de propiedad del padre, el mismo tenía derecho de vida y muerte sobre la familia (patria potestad) y la cedía en herencia a través de un testamento, a sus hijos.
De pronto, las mujeres eran una fuente de riqueza igual que los esclavos, la tierra o el ganado, porque eran las que permitían aumentar la cantidad de hijos de una familia, es decir, la cantidad de fuerza de trabajo disponible para aumentar aún más las riquezas de su propietario. Su papel independiente en la producción social, pasó a un segundo plano: lo que se requería primordialmente de ellas era su capacidad reproductiva. Y poseer el dominio sobre esta capacidad, garantizaba que la descendencia fuera “legítima”, por eso –dicen los marxistas-, la monogamia en el matrimonio se estableció como una obligación para las mujeres, pero no para los varones. “La monogamia nació de la concentración de grandes riquezas en unas mismas manos –las de un hombre- y del deseo de transmitir esas riquezas por herencia a los hijos de este hombre, excluyendo a los de cualquier otro. Para eso era necesaria la monogamia de la mujer, pero no la del hombre; tanto es así, que la monogamia de la primera no ha sido el menor óbice para la poligamia descarada u oculta del segundo.” A este dominio del varón adulto en las relaciones sociales para la reproducción de la especie, los marxistas lo denominaron “patriarcado”.
Claro que los modos de producción fueron cambiando, desde aquellos tiempos remotos en que surgieron las clases sociales: amos y esclavos, señores y siervos, burgueses y proletarios... Y en cada modo de producción y en cada clase social, los mecanismos patriarcales también fueron distintos. No obstante, podemos decir que las relaciones patriarcales existen en todos los modos de producción, aunque las formas específicas que asuman sean diferentes.
¿Qué función cumple la familia, entonces, en nuestros días? Esto es tema para la próxima semana.
Parte II: Casados con hijos
Parece que, desde que se instituyó la familia en los tiempos de la Antigüedad –como señalamos en el número anterior de LVO-, el padre se convirtió en una figura indiscutible de poder sobre esposa e hijos. ¡Cuántas veces escuchamos o dijimos “en casa mando yo”, “ya vas a ver cuando venga tu padre” y otras frases por el estilo! Y si no hay un varón adulto en la familia, también se habla de “quien lleva los pantalones” ¡Hasta en las encuestas y los planes se habla de “jefes” y “jefas” de hogar! Como si en la familia existieran las mismas jerarquías que en la fábrica, en la empresa y en otras instituciones de la sociedad... ¿Por qué existen estos roles dentro de la familia?
Con más o menos amor, de maneras más explícitas o sutiles, a veces brutales, la familia ayuda a moldear el carácter de niños y niñas, desde la infancia, educándolos en la obediencia a la autoridad, imponiéndoles disciplina y castigando la rebeldía. En la familia se aprende lo que es correcto y lo que no, para la vida social.
¿Y quién decide lo que es correcto y lo que no? En general, todos los comportamientos que permitan adaptarse y desenvolverse en esta sociedad, serán estimulados, mientras que los comportamientos que choquen con las normas y las costumbres sociales, serán reprimidos. Por eso, antes que en la escuela, en la familia se enseña cuáles son los comportamientos “adecuados” para un varón o para una mujer. La familia educa a las niñas desde temprano para que después sean esas “buenas esposas y madres” que se espera de ellas y a los niños les enseñará que “los hombres no lloran” y que deben comportarse como machos fuertes, protectores o autoritarios.
En el número anterior, decíamos que Engels hablaba de la monogamia sólo como una obligación para las mujeres, mientras los varones gozan del “privilegio” de “hacer lo que quieran”. ¡Esa conducta basada en la desigualdad todavía se ve en nuestros días! Sucede que las mujeres, consideradas sólo en su capacidad reproductiva, son un preciado tesoro para la reproducción de la fuerza de trabajo; su sexualidad sólo interesa siempre y cuando se asocie a la reproducción. ¡Qué importa su deseo! Por eso también resulta que un varón que hace gala de sus “conquistas” (¡vaya término!) es estimado por sus congéneres; pero una mujer que hiciera lo mismo sería calificada negativamente.
Por eso, esta sociedad fundada en la explotación del trabajo asalariado, también reprime la sexualidad que no está ligada estrictamente con la función reproductiva, como por ejemplo, la homosexualidad, el lesbianismo, etc. Y en esto, la familia cumple un papel importantísimo, “amoldando” a los pequeños a lo que la sociedad “espera de ellos”.
Y aunque hay padres más permisivos que otros, o madres que crían solas a sus hijos, el ejemplo que todavía nos transmiten en la escuela, en la Iglesia y en los programas de televisión se parece mucho a este tipo de familia “modelo”, que ya está bastante en crisis en estos tiempos.
Mientras tanto, el mismo sistema capitalista que reproduce estos estereotipos de sumisión y obediencia para las mujeres y control y dominación para los varones, expone los cuerpos femeninos como objetos de consumo y disfrute para los demás. Y no es casualidad, entonces, que la violencia doméstica sea ejercida, en la inmensa mayoría de los casos, por los varones contra las mujeres. No se trata de ninguna predisposición congénita maligna, sino de uno de los productos más aberrantes de esta sociedad que –desde la más tierna infancia- nos inculca estos papeles, estos roles, estas normas y reglamentos: “que ella me engaña con otro”, “que se vistió con ropas provocativas”, “que no cuida a los chicos y no se queda en casa todo el día”, “que no me hace caso”, “que así va a saber quién manda”...
Como señalaba Engels, la familia es la institución de esta sociedad de clases que determinó y mantiene la opresión de las mujeres. En las familias trabajadoras y de sectores populares, las mujeres y las niñas son, mayoritariamente, las que se encargan de las tareas domésticas: uno de los aspectos principales que adquiere esa opresión. En la mayoría de los casos, esas mujeres que realizan las tareas del hogar, además trabajan en fábricas, empresas, hospitales, escuelas o en los hogares de otras familias. Por eso, los marxistas, hablamos de la doble opresión de las mujeres trabajadoras. Pero eso es tema para la próxima semana...
Parte III: Amas de casa desesperadas
La semana pasada decíamos que la familia es la institución de esta sociedad de clases que determinó y mantiene la opresión de las mujeres. Sin embargo, la familia no cumple esta función del mismo modo entre las clases dominantes que entre las clases subalternas.
Para la pequeñoburguesía (los pequeños comerciantes, propietarios de pequeñas parcelas de tierra, etc.), la familia es una unidad productiva en la que todos sus miembros cooperan. Para los explotadores, la familia es, fundamentalmente, aquella institución a través de la cual transmiten hereditariamente su riqueza de una generación a otra.
Pero los capitalistas obtienen otros beneficios de la familia... ¡de los trabajadores!: la familia del obrero es el mecanismo básico por el cual, el empresario, se exime de garantizar la reproducción social de aquellos cuya fuerza de trabajo explota. ¡Es un mecanismo muy barato para la burguesía! Por eso, los capitalistas nos siguen inculcando la idea de que cada familia debe hacerse responsable por la vida de sus integrantes. La familia es responsable del cuidado de todos aquellos que no están en condiciones de ser explotados y “ganarse el pan con el sudor de su frente”: niños, ancianos y enfermos.
Además, a través de la familia, se garantiza la reproducción de la fuerza de trabajo con las tareas domésticas gratuitas que permiten a los trabajadores volver a la fábrica, al día siguiente, para seguir vendiendo su fuerza de trabajo al capitalista. Si los trabajadores tuvieran que comprar su comida hecha o tuvieran que comer siempre en restaurantes, si tuvieran que recurrir todos los días del año a los lavaderos automáticos y las tintorerías, si tuvieran que pagar modistas, niñeras y personal de limpieza para el aseo de la casa... ¡tendrían que cobrar salarios mucho más altos que los que cobran! Por eso el capitalismo, aunque no “inventó” la opresión de las mujeres, se aprovecha de ella en gran escala, fomentando los prejuicios de que las mujeres tienen que estar en la casa fregando, mientras los varones trabajan para “traer el sustento”.
¡Pero, al mismo tiempo, el capitalismo empujó a las mujeres a la producción social! Incorpora su fuerza de trabajo a fábricas, talleres y empresas; pero no las exime de las tareas domésticas. Por eso, los marxistas hablamos de la doble jornada laboral de las mujeres trabajadoras: por un lado, vende su fuerza de trabajo al patrón –como el resto de los obreros–; pero, además, usa el tiempo libre restante en las tareas domésticas que no son consideradas “horas de trabajo” por la patronal, aunque le resulten altamente beneficiosas.
El resultado para las mujeres está claro: stress, abatimiento, embrutecimiento y múltiples enfermedades y accidentes producidos por la excesiva fatiga. Es lógico que el amor familiar, entonces, se vea trastocado por la discordia, el malhumor, el desgano y la irritabilidad.
Los reaccionarios de toda laya dicen que los marxistas –cuando denunciamos esto– queremos destruir a la familia. ¡Pero es el mismo sistema capitalista el que, al mismo tiempo que glorifica la unidad familiar, hunde en esta situación a las familias proletarias! Pero eso ya será tema de nuestro próximo artículo.
Parte IV: Las superpoderosas
A pesar de lo que venimos sosteniendo en los últimos números de La Verdad Obrera, la familia es defendida por la mayoría de los trabajadores y trabajadoras, porque es el único lugar en el que se intentan satisfacer algunas necesidades humanas, como el amor, la compañía, etc. ¡Quien desintegra a la familia, trayendo sufrimiento y soledad, no es el marxismo sino el propio sistema capitalista!
El sistema capitalista ha moldeado enormes contradicciones: nos dice que las mujeres debemos quedarnos en el hogar al cuidado de los niños, pero nos obliga a trabajar fuera de la casa, porque con un salario no alcanza para sostener a la familia; nos dice que los varones tienen que proveer el sustento, pero después azota a los trabajadores con el látigo de la desocupación, provocando depresión y angustia junto con la miseria. En el capitalismo, nos dicen que debemos criar a nuestros niños, pero ni el Estado ni los capitalistas nos proveen de guarderías gratuitas en nuestros trabajos, para estar cerca de ellos, que quedan en manos de otras trabajadoras –si podemos pagar este servicio- o al resguardo de sus hermanas mayores, de las abuelas u otros familiares. ¡Incluso nos despiden cuando quedamos embarazadas!
A los jóvenes se les dice que deben ser libres, independizarse de sus padres y progresar, pero después se encuentran con el trabajo precario, la flexibilización, los sueldos de miseria y la inestabilidad de los contratos temporales... ¡Así que tienen que quedarse a vivir con los padres hasta muy grandes! Nos dicen que debemos soñar con el amor romántico, pero después nos imponen los turnos americanos, los horarios rotativos, el trabajo nocturno... ¿Y cuándo nos vemos con nuestra pareja?
También nos dicen que las mujeres somos débiles, pero cada vez son más los hogares mantenidos por mujeres solas. Pero además, cuando el capitalismo descarga sus grandes crisis sobre las familias obreras, ¡las mujeres están en la primera fila de la lucha y son de temer para los patrones, para los jueces, para las fuerzas represivas y para los políticos del régimen! Trotsky decía que “la crisis social, con su cortejo de calamidades, gravita con el mayor peso sobre las mujeres trabajadoras. Ellas están doblemente oprimidas: por la clase poseedora y por su propia familia.” Pero agrega: “Toda crisis revolucionaria se caracteriza por el despertar de las mejores cualidades de la mujer de las clases trabajadoras: la pasión, el heroísmo, la devoción.” Así lo mostraron las mujeres pobres de París, en 1789, cuando se movilizaron contra los precios del pan y dieron inicio a la gran Revolución Francesa. Así lo mostraron, también, las obreras textiles de San Petersburgo, en 1917, cuando se movilizaron reclamando “pan, paz y libertad” y dieron el puntapié inicial de la primera revolución proletaria triunfante, la Revolución Rusa. Pero también así lo mostraron, más recientemente, las obreras de Brukman y las mujeres de los movimientos de desocupados, enfrentando la crisis del 2001. Y en estos últimos meses vimos cómo las jóvenes de la Comisión de Mujeres de Jabón Federal estuvieron al frente de la lucha por la reincorporación de los despedidos, imprimiéndole su fuerza, como apoyo moral de sus compañeros. Ellas dijeron que no eran las “chicas superpoderosas”. Sin embargo, su compañía y su fortaleza fueron indispensables para que la patronal no quebrara el ánimo de los trabajadores.
Las mujeres, durante la dictadura militar, fueron las que encabezaron las denuncias contra el terrorismo de Estado. Y también son mujeres las que siempre están adelante en las movilizaciones contra el gatillo fácil, convirtiendo su dolor en una lucha contra las fuerzas represivas, la corrupción y la impunidad.
Por eso, creemos que un análisis materialista del origen histórico y del rol que cumple la familia en la sociedad capitalista y una visión marxista de la opresión de la mujer en la sociedad de clases son esenciales para desarrollar un programa revolucionario que se plantee desplegar esta enorme energía de las mujeres trabajadoras y de los sectores populares en la lucha por la revolución social y la emancipación de todos los oprimidos. A este tema, dedicaremos el artículo de la próxima semana.
Parte V: Libres e iguales
Decíamos la semana pasada, que un análisis materialista del origen histórico y del rol de la familia en la sociedad capitalista y una visión marxista de la opresión de la mujer en la sociedad de clases son esenciales para desarrollar un programa revolucionario, que se plantee desplegar esta enorme energía de las mujeres trabajadoras y de los sectores populares en la lucha por la revolución social y la emancipación de todos los oprimidos. ¿Qué debería plantearse ese programa?
A los marxistas muchas veces nos acusan de estar en contra de la familia. A decir verdad, es el propio capitalismo el que destruye a las familias proletarias con la superexplotación, la desocupación, la marginación, el hambre, la miseria y todas las consecuencias de la descomposición social. Lo que planteamos es que debe abolirse la familia como estructura económica privada, sobre la que descansan las tareas relativas al abastecimiento de alimentos, abrigo, comida y cuidados necesarios para la reproducción de la fuerza de trabajo; para dar paso a relaciones establecidas libremente, sin coerción económica ni de ningún tipo, y basadas en el amor. Pero sabemos que esto no puede acontecer “por decreto”.
Para ello es necesario plantearse, en primer lugar, la industrialización y socialización de las tareas necesarias para la reproducción. Esto liberaría a las mujeres de lo que Lenin denominó la “esclavitud doméstica” y permitiría que se incorporen a la producción socializada en las mismas condiciones que los varones, sin cargar con las dobles cadenas que impone la doble jornada laboral.
Esta enorme tarea es inseparable del derrocamiento de la propiedad privada de los medios de producción. Sólo sobre la base de un estado obrero, basado en los organismos de democracia directa de la clase trabajadora que planifiquen la economía, se podrán dar estos primeros pasos para erradicar, definitivamente, la opresión que pesa sobre las mujeres.
Pero con esa perspectiva, sabiendo que esta emancipación sólo puede conseguirse sobre las bases de una revolución socialista que acabe con el dominio de una clase sobre otra, llamamos a la más amplia movilización de las mujeres para luchar con un programa que permita desplegar la energía revolucionaria de la clase trabajadora en alianza con el pueblo pobre y otros sectores oprimidos. Exigimos un salario destinado al trabajo doméstico necesario, en una familia, para su propia reproducción; denunciando que ese trabajo “invisible” y no remunerado –que recae mayoritariamente en las mujeres de la familia- es vital para el Estado y los capitalistas ya que, en nuestro país, equivale a más del 33% del Producto Bruto Interno. Exigimos la inclusión de guarderías pagadas por la patronal y el Estado en las fábricas, empresas y demás lugares de trabajo.
Con la incorporación de las mujeres a la producción social, exigimos igual salario por igual trabajo, igualdad de oportunidades en el empleo, contra la discriminación de las mujeres en cualquier rama de la actividad económica y derechos especiales para las mujeres embarazadas y que están amamantando.
Junto a esto, el derecho de las mujeres a decidir y tomar control de su propio cuerpo, su sexualidad y sus funciones reproductivas. Por eso luchamos por el derecho al aborto libre y gratuito, pero también por la educación sexual y la distribución gratuita de anticonceptivos, al mismo tiempo que defendemos el derecho a la maternidad elegida libremente.
Consideramos que sólo la más amplia autonomía –desde la independencia económica hasta el control del propio cuerpo- permitirá que las personas se relacionen con libertad, amor y respeto mutuo, basándose exclusivamente en sus deseos y no presionados por las necesidades acuciantes de la supervivencia cotidiana.
Para esto es necesario, también, enfrentar los prejuicios que la clase dominante recrea entre las filas de los explotados. Sabemos que, tampoco con decretos o “buenos deseos” se puede acabar con el machismo y la opresión. El feminismo plantea la necesidad de desarrollar nuevas “culturas” y “estilos de vida” que enfrenten las actitudes patriarcales de los varones. Para los marxistas, por el contrario, la salida no es individual. Y no culpamos a los varones de la opresión sexual, sino a la sociedad de clases y sus instituciones. Es ésta la que reproduce y legitima estos comportamientos machistas entre los sectores oprimidos, fortaleciendo el dominio de los explotadores.
Sin embargo, que no se trate de un problema de “educación” o “estilo de vida”, no significa que los marxistas, los obreros concientes y las mujeres que toman su destino en sus propias manos no debamos enfrentar estas presiones y que, en ocasiones, nos conducen a reproducir las peores miserias humanas que luchamos por desterrar. Parafraseando a Marx, podemos decir que no puede liberarse quien oprime a otros. Por eso, ¡desterremos el sexismo de nuestras filas! ¡Por la unidad de la clase trabajadora en lucha contra la explotación y la opresión! ¡Paso a la mujer trabajadora!
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