“Elegir entre la mesura y la insolencia tiene que ver con estrategias políticas (...). La exigencia desde la dominación de ‘buenas maneras’ va más allá de una exigencia de cortesía, es un modo muy frecuente, por el contrario, de imponerle inautenticidad al rebelde, de hacerlo renunciar a su contra-cultura, a su ilegalidad y a su contra-lenguaje.”
Julieta Kirkwood, 1990
A fines de la década del ’60, una nueva generación de mujeres jóvenes dio origen a los movimientos feministas en las grandes metrópolis de Estados Unidos y Europa, que se conocieron como la “segunda ola”. Influenciadas por estas experiencias y por el contacto con literatura que provenía de los países centrales, muchas latinoamericanas –fundamentalmente de clase media- iniciaron la formación de grupos de reflexión (concienciación) y activismo por los derechos de las mujeres. Pero el movimiento en su conjunto nunca llegó a alcanzar la masividad que tuviera en los países centrales. “Inicialmente eran mujeres del amplio espectro de clase media; una parte significativa provenía de la amplia vertiente de las izquierdas, entrando rápidamente en confrontación con ellas por la resistencia para asumir una mirada más compleja de las múltiples subordinaciones de las personas y las específicas subordinaciones de las mujeres.” (Vargas, 2002).
El surgimiento de estos grupos se dio en el marco de una aguda radicalización de la lucha de clases que, en el continente, se manifestó en el ascenso obrero y popular cuyas expresiones más destacadas fueron los cordones industriales chilenos, la semiinsurrección del Cordobazo en Argentina, las movilizaciones estudiantiles de las que Tlatelolco (México) puede considerarse la experiencia más aguda y la entrada en escena de numerosos movimientos de guerrilla urbana y campesina.
Los grupos feministas, por tanto, se vieron envueltos rápidamente por la aguda lucha de clases en el continente que exigía definiciones y compromisos. Como señala Leonor Calvera en su historia del feminismo argentino: “En el sentido de los enfrentamientos, la marea de partidismo que nos circundaba no dejó de golpear fuertemente en el interior del grupo: reprodujimos viejos antagonismos tradicionales e inventamos otros. Los análisis tomaban cada vez menos a la mujer como eje y se desplazaban hacia esquemas de clase.” (Calvera, 1990).
A mediados de los ’70, sin embargo, la derrota de ese ascenso a través de la contrarrevolución sangrienta en los países latinoamericanos, abrió el curso a una nueva ofensiva imperialista en la región que luego se conoció con el nombre de “neoliberalismo”.
Los regímenes dictatoriales que se asentaron en gran parte del continente, impidieron el desarrollo del movimiento feminista, no sólo por la instauración de una ideología reaccionaria basada en la defensa de la tradición y la familia, sino también por la persecución política y el terrorismo de Estado con sus secuelas de torturas, exilios forzados, cárcel, desapariciones y asesinatos de activistas sociales, gremiales y políticos.
La polarización social que vivían nuestros países también se traducía en las visiones que se tenían del feminismo: la derecha consideraba a las feministas como subversivas y contestatarias; la izquierda, por el contrario las tildaba de “pequeñoburguesas”. Si bien, algunos grupos feministas realizaron acciones durante los regímenes totalitarios y otras mujeres mantuvieron reuniones de reflexión y estudio en un clima de hostilidad, lo cierto es que el movimiento feminista recupera protagonismo recién a principios de los ’80, con la caída de las dictaduras y la instauración de los nuevos regímenes democráticos burgueses en toda la región. La dictadura logró cortar, en gran medida, los hilos de continuidad con la etapa anterior. Muchos de los planteos iniciales del feminismo de los ’70 volvieron a rediscutirse. En cierto sentido, los años del terror obligaron a que, una vez instalados los regímenes democráticos, las feministas tuvieran que “volver a empezar”.
Esta historia reciente de los últimos veinte años del feminismo latinoamericano está cruzada por numerosas discusiones políticas y teóricas. Sin embargo, aunque los documentos de los Encuentros Feministas de Latinoamérica y el Caribe están disponibles y destacadas protagonistas del movimiento han escrito diversas “historias” parciales de su propia práctica colectiva, no existe una historia crítica del feminismo latinoamericano que intente vincular estas discusiones políticas y teóricas, sus fragmentaciones, encuentros y desencuentros, alianzas, rupturas y nuevas prácticas con la situación de la lucha de clases en el continente durante el mismo período, en la cual muchas veces las mujeres son protagonistas indiscutibles.
Su realización excede los límites y las posibilidades de este artículo. Sin embargo, consideramos necesaria la reflexión sobre la práctica feminista y los períodos en que se desarrolla, incorporando un análisis de la política del imperialismo hacia nuestro continente, los regímenes, los distintos flujos y reflujos de la lucha de clases, y su relación con la opresión de las mujeres latinoamericanas. Consideramos que el objetivo que debiera trazarse para esa revisión crítica tendría que ser, recuperando la historia y sus lecciones, la construcción de un movimiento feminista que, junto a las mejores tradiciones de su batalla contra la opresión patriarcal, soldara su destino –de manera práctica y efectiva- con el de los millones de mujeres obreras y campesinas que luchan contra la explotación en este continente permanentemente expoliado y avasallado.
Feminismo, democracia y derechos humanos
“Democracia en el país y en la casa”
Feministas chilenas, década del ‘80
En los ’80, la derrota de Argentina en la guerra de Malvinas ya había actuado como un disciplinador para el continente y todo el mundo semicolonial. La lección aprendida fue la de que no había que enfrentarse al imperialismo, que éste era invencible. Además, la guerra sucia de la “contra” armada por EE.UU. en Nicaragua y la desarticulación de la revolución a través de pactos y la cooptación de algunos sectores de la guerrilla, terminaron de cerrar el cuadro de esta ofensiva imperialista que fragmentó y puso a la defensiva al movimiento obrero y popular. Ese fue el telón de fondo de las “transiciones a la democracia”, que se convirtió, entonces, en la política privilegiada del imperialismo norteamericano hacia nuestro continente, como respuesta defensiva frente a la emergencia de la movilización independiente de las masas contra estos mismos regímenes dictatoriales, que ya se encontraban profundamente desprestigiados.
Las democracias del continente fueron, finalmente, los regímenes que garantizaron la continuidad de los planes económicos que significaron la pérdida de enormes conquistas del movimiento de masas. Con el desparpajo que le es característico, el ideólogo del imperialismo Henry Kissinger sostiene en su libro La diplomacia: “Los Estados Unidos no aguardarían pasivamente a que evolucionaran las instituciones libres, ni se limitarían a resistir a las amenazas directas a su seguridad. En cambio, promoverían activamente la democracia, recompensando a aquellos países que cumplieran con sus ideales, y castigando a los que no cumplieran (aún si no presentaban un desafío o una amenaza para los Estados Unidos). (...) Y el equipo de Reagan fue congruente: hizo presión sobre el régimen de Pinochet en Chile y sobre el régimen autoritario de Marcos en Filipinas a favor de una reforma; el primero fue obligado a aceptar un referéndum y unas elecciones libres, en las que fue reemplazado; el segundo fue derrocado con ayuda de los Estados Unidos.”
Durante el período represivo y particularmente durante los primeros años de la democracia, los grupos de derechos humanos tuvieron un gran protagonismo en nuestro continente. Estos movimientos, organizados para denunciar las torturas, las desapariciones y los crímenes de las dictaduras, fueron protagonizados fundamentalmente por mujeres (madres, abuelas, viudas). Por un lado, el que hayan sido mujeres quienes visiblemente encabezaron esta denuncia y las luchas posteriores por el castigo a los responsables del terrorismo de Estado, y por otro lado, la política –especialmente de los EE.UU.- de priorizar los derechos humanos en la agenda internacional, fueron dos elementos claves para entender el cambio producido en el lenguaje y las formas del reclamo feminista.
El acercamiento militante de las feministas, muchas de ellas llegadas del exilio, a las mujeres que incluso bajo los regímenes del terror ya se habían organizado en el reclamo de sus familiares desparecidos, presos y torturados más los términos de Democracia y Derechos Humanos instalados en la agenda pública permitieron el trasvasamiento de las demandas feministas a un lenguaje novedoso, a través de la política partidaria, los organismos internacionales y los grupos de trabajo local. Fue el período de las conquistas de derechos civiles fundamentales, lucha en la que el feminismo tuvo un evidente compromiso: el divorcio vincular, la patria potestad compartida, las leyes relativas a la violencia doméstica, aspectos parciales relativos a derechos sexuales y salud reproductiva, etc.
En la década del ’80, muchos de los grupos que se habían formado en la etapa anterior ya se habían disuelto, otros recién comenzaban a formarse en medio de la apertura democrática y al calor de estas luchas por los derechos humanos y la ampliación de derechos civiles. En comparación con el período de principios de los ’70, en este resurgimiento del feminismo en el continente se visualiza una redefinición de las relaciones con el Estado, con los partidos políticos y con el resto de las organizaciones sociales. Las feministas incluyeron sus reclamos particulares en esta situación iniciando la creación de nuevos grupos, presionando a los políticos y parlamentarios, exigiendo al Estado la implementación de una nueva legalidad que contemplara esas básicas demandas nunca resueltas.
A partir de 1981, además, se suceden los Encuentros Feministas de Latinoamérica y el Caribe, que cada dos y tres años reúne a las feministas del continente en la reflexión política sobre la situación del movimiento y la elaboración de nuevas líneas de acción. Sin embargo, la academización, la incorporación a las instituciones de los regímenes políticos y los distintos estamentos de gobierno y la “oenegización” (Bellotti y Fontenla, 1997) son las operaciones más importantes que comienzan a reconfigurar al movimiento feminista en este período, produciendo también, junto con una multiplicidad de nuevas experiencias, acciones y saberes, su incipiente fragmentación y creciente cooptación. Durante este período, el feminismo latinoamericano comenzó a recorrer el camino de la insubordinación a la institucionalización (Collin, 1999). Las críticas y las diferencias en relación con las concepciones teóricas, con los fundamentos y las prácticas al interior del mismo movimiento feminista no tardaron en aparecer. La escisión entre “autónomas” e “institucionalizadas” es una de las expresiones más agudas que adquirió esta crítica interna. Pero ese extremo de la situación de tensión, de casi una década, entre dos alas del movimiento que se produjo en el VIIº Encuentro realizado en Cartagena en 1996, fue sólo la culminación de un largo proceso de discusiones al interior del movimiento cuyo origen puede situarse en el mismísimo primer Encuentro de Bogotá.
En un principio, la cuestión de la “doble militancia” entendida como el compromiso con el feminismo, por un lado, y organizaciones o movimientos políticos no específicamente feministas, fue uno de los debates fundamentales. (Vargas, 2002). Los encuentros que se prolongaron durante la década del ’80 estuvieron signados por estas discusiones: además de la doble militancia, las pertenencias a distintas corrientes dentro del feminismo que expresaban distintas herencias ideológicas y políticas; la discusión acerca de la práctica de los grupos de autoconciencia o la de “llevar” la conciencia a otros grupos de mujeres de sectores populares, etc. Bedregal señala al respecto: “Todo esto eran manifestaciones y expresiones de diferentes concepciones políticas expresadas desde el primer encuentro, era lucha política de proyectos políticos y filosóficos, pero se ocultaban en una aparente homogeneidad y tras el deseo de una especie de romántica hermandad de mujeres que ha dificultado siempre reconocernos, más allá del discurso declarativo, como diversas, pensantes y actuantes de distintos proyectos y tras una identidad de género más fácilmente centrada en tanto víctimas del sistema patriarcal que en tanto constructoras de nuevas culturas.” (Bedregal, 2002)
La década del ’80 culmina con el IVº Encuentro realizado en Taxco, México, donde un grupo de mujeres elabora un documento crítico en el que, con agudeza, se describen los “mitos” del movimiento feminista que, según las firmantes, impiden un desarrollo del movimiento. Este documento tiene gran repercusión. Allí se manifestaba que “el feminismo tiene un largo camino a recorrer ya que, a lo que aspira realmente, es a una transformación radical de la sociedad, de la política y de la cultura. Hoy, el desarrollo del movimiento feminista nos lleva a repensar ciertas categorías de análisis y las prácticas políticas con las que nos hemos estado manejando.” Más adelante, enuncian los “mitos” que impiden valorar las diferencias al interior del movimiento y dificultan la construcción de un proyecto político feminista. Estos son: 1. a las feministas no nos interesa el poder, 2. las feministas hacemos política de otra manera, 3. todas las feministas somos iguales, 4. existe una unidad natural por el solo hecho de ser mujeres, 5. el feminismo sólo existe como una política de mujeres hacia mujeres, 6. el pequeño grupo es el movimiento, 7. los espacios de mujeres garantizan por sí solos un proceso positivo, 8. porque yo mujer lo siento, vale, 9. lo personal es automáticamente político y 10. el consenso es democracia. Para concluir que “Estos diez mitos han ido generando una situación de frustración, autocomplacencia, desgaste, ineficiencia y confusión que muchas feministas detectamos y reconocemos que existe y que está presente en la inmensa mayoría de los grupos que hoy hacen política feminista en América Latina.”
Luego, proponen a las feministas latinoamericanas: “No neguemos los conflictos, las contradicciones y las diferencias. Seamos capaces de establecer una ética de las reglas de juego del feminismo, logrando un pacto entre nosotras, que nos permita avanzar en nuestra utopía de desarrollar en profundidad y extensión el feminismo en América Latina.”
Estos mitos que se denuncian en el documento de Taxco impedían el desarrollo de las discusiones políticas más profundas, mientras el movimiento se iba reconfigurando de una manera que no incluía a todas y que, sin embargo, no podía criticarse. Sin embargo, a pesar de la repercusión que tuvo el documento, los mitos se siguieron sosteniendo en gran parte del movimiento, incluso hasta nuestros días. Muchos años después, feministas autónomas de Argentina escribían sobre los mecanismos con los que se procuraba obturar cualquier intento de crítica social al interior del movimiento: “Todo análisis cuestionador de las ‘democracias realmente existentes’ pretendía ser clausurado con esta apelación a sólo dos opciones aparentemente excluyentes [democracia o dictadura, N de la R], recurso antidemocrático que suele ser usado por los gobiernos de nuestros países para paralizar y desacreditar toda crítica o movilización social por ‘desestabilizadoras’ y conducentes al pasado de golpes militares y genocidios. Pareciera que estas democracias constituyen un punto de llegada y que, a lo sumo, hay que perfeccionarlas un poco e incorporar a ellas la ‘perspectiva de género’, es decir, incluir a algunas mujeres en el excluyente modelo patriarcal capitalista y neoliberal.” (Fontenla y Bellotti, 1997)
A fines de la década, ya estaban visibilizados los problemas que impedían, según algunas, el avance del movimiento feminista en el sentido de una “transformación radical de la sociedad, la política y la cultura.” Las divergencias que se esbozaban a pesar de los intentos de homogeneización, de obturación de la crítica y de “romántica hermandad” se hicieron más ineludibles al calor de la aparente inevitabilidad de la ola de despidos, privatizaciones y el ataque al nivel de vida de las masas en nuestro continente.
Mientras tanto, los organismos internacionales también percibieron lo ineludible: el ataque despertaría probablemente la respuesta de quienes lo perdieron todo. La gobernabilidad fue entonces el nombre que los tecnócratas encontraron para el problema que se avecinaba. La gobernabilidad que podría traducirse como el conjunto de condiciones necesarias para sostener el proceso de reformas evitando la irrupción de los movimientos de masas y que incluía la necesidad de establecer relaciones “fructíferas” para el desarrollo sustentable con los movimientos sociales y sus organizaciones.
Feminismo, financiamiento y creciente institucionalización
“Mientras una parte del feminismo se pregunta, individual y cómodamente recostada en el diván ‘¿quién soy yo?’, y otra parte busca afanosamente la referencia necesaria para una nota a pie de página que acredite como fiable su trabajo (...), he aquí que el mundo revienta de pobreza: millones de criaturas, nacidas de mujer, se asoman a un modelo de sociedad que les reserva una cuna de espinas...”
Victoria Sánchez Sau, 2002
La década del ’90 comenzó con la derrota de Irak en la Guerra del Golfo, en manos de una enorme coalición militar de potencias imperialistas, lo que a su vez permitió redoblar el ataque sobre el resto del mundo semicolonial. Se profundizaron la “apertura” de las economías a los monopolios internacionales y la transformación de nuestros países en “mercados emergentes” que sirvieron sólo para la rápida “emergencia” de capitales “golondrinas”.
Acompañando las privatizaciones de los servicios del Estado, la creciente desocupación y precarización del trabajo, tanto el Banco Mundial como otros organismos financieros internacionales, comienzan a plantearse reformas en los objetivos de financiamiento y en la relación con las organizaciones sociales. En cierto modo, anticipándose a las consecuencias negativas derivadas de la aplicación de sus propias recetas que aumentaron los ajustes y por lo tanto, la pobreza en toda la región.
Cuando la mayor parte del programa “neoliberal” ya se había implementado, el Banco Mundial priorizó la financiación de programas sociales bajo los lemas de la participación y la transparencia, reapropiándose de los discursos críticos a su propio accionar. Las organizaciones no gubernamentales fueron las ejecutoras privilegiadas de sus proyectos asistencialistas y focalizados.
El Banco Mundial como el resto de las agencias de financiamiento cumplieron, en este período, un papel político e ideológico muy importante en relación con el control social. Los intelectuales, antiguamente izquierdistas, se transformaron en tecnócratas progresistas que asumieron la responsabilidad de colaborar en estos proyectos de gobernabilidad, desarrollo sustentable, etc. Estos “postmarxistas”, administrando las ong’s no colaboraron en reducir el impacto económico de una manera sustancial, pero sí ayudaron enormemente en desviar a la población de la lucha por sus derechos (Petras, 2002).
La cooptación tiene cifras indiscutibles: según la información de la OECD, en 1970, las ong’s recibieron 914 millones de dólares; en 1980, la cifra ascendió a 2.368 millones de dólares y en 1992, rondó los 5.200 millones. ¡En 20 años, el dinero destinado a las ong’s se incrementó en más de un 500 %! A estos números habría que sumarles los subsidios otorgados por los gobiernos “del norte”, que de los 270 millones que dispusieron a mediados de los ’70, elevaron su cifra a 2.500 millones a comienzos de los ’90. En resumidas cuentas, las estadísticas de la OECD nos hablan de un aporte estatal y privado a las ong’s de alrededor de 10.000 millones de dólares, lo que representa la cuarta parte de la ayuda bilateral global.
Los ’90 –época de privatizaciones, aumento de la desocupación en todo el continente y “relaciones carnales” de los gobiernos latinoamericanos con los EE.UU. – no fueron una etapa fructífera para quienes decidieron mantener la autonomía financiera, política e ideológica.
Muchas feministas, con cierto prestigio en el movimiento, con conocimientos específicos y una trayectoria política en la reivindicación de los derechos de las mujeres, formaron parte de esta tecnocracia que se sumó a los organismos multilaterales, las agencias de financiamiento, el Banco Mundial y las miles de ong’s, que se transformaron también en plataformas para el lanzamiento de carreras personales. Otras, se mantuvieron a la vera de los financiamientos y criticaron duramente estas tendencias, pero su voz fue minoritaria y su lucha –aunque reivindicable- sólo hizo eco en el vacío que las rodeaba.
Las feministas autónomas de ATEM denunciaban el proceso de oenegización que impregnó al movimiento con estas palabras: “La mayoría de estas ong’s, formadas por técnicas y profesionales, trabajan con las mujeres de ‘sectores populares’, de barrios pobres. Se presentan como mediadoras entre las agencias de financiamiento y los movimientos de mujeres y formulan programas para los mismos, brindando servicios que van desde talleres y cursos de todo tipo a la distribución de comida, la organización de ollas populares, planificación familiar (control de la natalidad), etc. Esta relación, que implica diferencias de clase, de poder y de acceso al manejo de recursos, genera vínculos jerárquicos y tensiones entre las mujeres de las ong’s y las de los movimientos con que trabajan, además de las competencias entre las profesionales por los financiamientos.” (Fontenla, Bellotti, 1999).
El neoliberalismo, a través de estos y otros mecanismos, despolitizó a los movimientos sociales (incluso al feminismo). Como señalan muchas feministas autónomas, a las ong’s se las terminó confundiendo con el movimiento mismo, a sus proyectos financiados y sus trabajos rentados se las confundió con “acciones”, como si se tratara de las mismas acciones que los movimientos realizan como reclamos, exigencias y denuncias en la lucha por un cambio radical. En síntesis, las políticas neoliberales que se iniciaron en la década del ’80 y alcanzaron su punto culminante en nuestro continente durante la década del ’90, hicieron que el movimiento feminista se fragmentara y privatizara (Fontenla, Bellotti, 1999).
Feminismo, movimiento de mujeres y lucha de clases
“Veo que la mujer puede. Puede hacer más que lavar y planchar y cocinar en la casa a los hijos. Yo creo que es real. Lo estoy sintiendo ahora y lo estoy viviendo. Descubrí mi lado dormido y ahora que está despierto no pienso parar.”
Celia Martínez, obrera de Brukman, 2002
En nuestro sufrido continente latinoamericano, el aborto clandestino sigue siendo la primera causa de muerte materna; son 6.000 las mujeres que mueren anualmente por complicaciones relacionadas con abortos inseguros. Contrariamente a lo que se podría imaginar, a comienzos del siglo XXI vivimos una actitud cada vez más beligerante del fundamentalismo católico en alianza con los Estados y el poder político contra los derechos sexuales, reproductivos y el derecho al aborto, mientras salen a la luz cada vez más casos de abuso sexual contra niños, niñas y jóvenes perpetrados por los miembros de la Iglesia.
América Latina y el Caribe, por otra parte, registran los índices más altos de violencia contra las mujeres: el homicidio representa la quinta causa de muerte, el 70% de las mujeres padece violencia doméstica y el 30% reportó que su primera relación sexual fue forzada. Se calcula que el 80% de las agresiones permanecen en el silencio ya que no son denunciadas por temor o por la certeza de que la denuncia no será tomada en cuenta. Más de 300 mujeres fueron asesinadas durante los últimos años en Ciudad Juárez (México), constituyéndose esa ciudad fronteriza en un lamentable ejemplo de femicidio, impunidad, misoginia y barbarie. En el otro extremo del continente, en la provincia de Buenos Aires (Argentina), se calcula que en 120.000 hogares hay mujeres que sufren maltrato, y en el lapso de un año se cometen más de 50 homicidios de mujeres en manos de sus parejas. En nuestro país, se calcula que se producen entre 5.000 y 8.000 violaciones por año. Según las especialistas en violencia, en todo el mundo, uno de cada cinco días de ausencia femenina en el ámbito laboral es consecuencia de una violación o de la violencia doméstica.
Las mujeres constituyen el 70% de los 1.500 millones de personas que viven en la pobreza absoluta en todo el mundo. Las campesinas son jefas de una quinta parte de los hogares rurales, y en algunas regiones hasta de más de un tercio de los mismos, pero sólo son propietarias de alrededor del 1% de las tierras, mientras el 80% de los alimentos básicos para consumo los producen las mujeres. En Latinoamérica, son 154 millones de mujeres las más pobres de entre los pobres.
En el último año, 13 millones de niños murieron por hambre en el mundo: es un número seis veces mayor al total de víctimas que provocó la Primera Guerra Mundial entre 1914 y 1918. La mayoría de esos niños, son niñas. Muchas y muchos son latinoamericanos.
El valor y volumen del trabajo doméstico no remunerado equivale entre el 35 y 55% del producto bruto interno de los países. La producción doméstica representa hasta un 60% del consumo privado. Este trabajo no remunerado recae casi absolutamente en las mujeres y las niñas.
Según un informe de la OIT, la tasa de desempleo urbano en el continente alcanzó hacia fines del 2002 a 17 millones de personas, afectando de manera especial a las mujeres. Por otra parte, las mujeres que trabajan lo hacen en situación cada vez más precarizada: no sólo cobran un salario entre 30 y 40% menor al de los varones por el mismo trabajo, sino que en su mayoría, no tienen obra social ni derechos jubilatorios.
Si bien las feministas participaron y consiguieron introducir modificaciones en las legislaciones de nuestros países en relación con el divorcio, la patria potestad compartida, el cupo en los cargos públicos electivos, etc, la realidad indica que aún estamos muy por detrás de haber solucionado con las leyes las situaciones concretas que vivimos las mujeres del continente.
Pero así como las espeluznantes cifras del horror y los relatos de la barbarie que aún siguen sufriendo millones de mujeres latinoamericanas son siniestras realidades, no es menos cierto que las mujeres estamos de pie y seguimos siendo, en muchos casos, protagonistas indiscutibles de la resistencia y el enfrentamiento contra esta misma barbarie, como lo demostraron recientemente, las mujeres campesinas, las mujeres aymaras y las trabajadoras mineras de Bolivia.
La eclosión de los modelos económicos “neoliberales”, a principios del siglo XXI, dieron lugar a un resurgimiento de la movilización en el mundo que fue acompañado por un intento de diálogo del feminismo con otros movimientos sociales. La participación de las feministas en las movilizaciones mundiales contra cada una de las cumbres de gobiernos imperialistas, organizaciones multilaterales y otras reuniones donde se definen, en gran medida, los destinos de la humanidad, son un hecho novedoso de los años recientes. Lo mismo pudimos apreciar en nuestro país, durante las jornadas de diciembre del 2001 –que fueron una de las expresiones más agudas de la lucha de clases del período-, donde las feministas volvieron a aparecer con sus banderas distintivas en medio de las movilizaciones populares. Por otra parte, la “conversión” y autocrítica de muchas feministas “institucionalizadas”, replanteándose los fundamentos de su práctica, fueron –más allá de la autenticidad o el oportunismo de sus nuevas posiciones- parte de las novedades del último período que no han pasado inadvertidas.
Si el feminismo latinoamericano no ambiciona transformar la realidad del continente, padecida por millones de mujeres que desconocen sus premisas pero enfrentan cotidianamente el hambre, la explotación, la violencia, el abuso y las humillaciones, entonces quedará reducido a las elaboraciones académicas, a los lobbys políticos y a proveer de “cuadros” a la tecnocracia de género que se ha incorporado a los estamentos gubernamentales y los organismos multilaterales.
Emocionan las palabras de Silvia Rivera Cusicanqui sobre las mujeres que participaron en la insurrección contra el gobierno del “gringo Goni” Sánchez de Losada, recientemente, en Bolivia: “Al organizar minuciosamente la rabia cotidiana, al convertir en asunto público el tema privado del consumo, al hacer de sus artes chismográficas un juego de rumores ‘desestabilizadores’ de la estrategia represiva, al organizar circuitos de trueque y ollas populares para los marchistas, lograron derrotar moralmente al ejército, dando no sólo el sustento físico, sino el tejido ético y cultural que permitió a todos y todas mantenernos furibundamente activos, roto el muro doméstico y transformadas las calles en el espacio de la socialización colectiva. Y así se quebró de pronto el sentido común dominante, que opone lo privado a lo público, la emocionalidad al raciocinio, la ética a la política, pues aquí todas y todos hemos pensado con el corazón y amado y odiado –amado a esos 85 muertos, a esos 500 heridos, odiado a sus victimarios y al sistema que representan- con toda la fuerza de nuestra lucidez y de nuestro pensamiento.”
Allí las “feministas, putas y lesbianas” del grupo Mujeres Creando tuvieron una participación codo a codo con el resto del pueblo en las movilizaciones.
Importantes sectores del feminismo hoy rechazan aquel camino de autoexclusión que ha dividido, en numerosas ocasiones, con fortalezas inexpugnables al movimiento feminista del movimiento de mujeres. ¿Podrá caminarse el camino de la unidad y la comprensión de que no habrá emancipación de las mujeres de esta barbarie en la que vivimos si no acabamos con este sistema que explota y oprime a millones, reproduciendo en su provecho al patriarcado? ¿Cuántas serán las feministas que, como señalaba Alda Facio en el documento del último Encuentro Feminista en el continente, piensen que “tenemos que montarnos en el tren del futuro socialista”?
La respuesta está en las calles de un continente donde las mujeres sufren la opresión con números y marcas ineludibles. La respuesta está en las calles de un continente donde esas mismas mujeres de la clase obrera y el pueblo pobre cortan las rutas, toman las fábricas, llenan las plazas y gritan su rebeldía.
Bibliografía consultada
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Notas
1 La derrota de los EE.UU. en Vietnam, el Mayo Francés, la Primavera de Praga y el Otoño Caliente italiano son algunos de los acontecimientos fundamentales en los que se observa este primer levantamiento de las masas de Oriente y Occidente contra el orden impuesto por los acuerdos de Yalta y Potsdam entre el imperialismo y la burocracia stalinista, a la salida de la IIº Guerra Mundial. En este artículo hacemos referencia a los fenómenos de la lucha de clases que se dieron en nuestro continente en el marco de esa situación internacional.
2 Kissinger, Henry: La diplomacia, s/r
3 A fines del 2002 se realizó el 9º Encuentro en Costa Rica.
4 El documento “Del Amor a la Necesidad” fue elaborado colectivamente durante el taller sobre Política Feminista en América Latina Hoy, del IVº Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, Taxco, México, 21 de octubre de 1987. Participaron Haydée Birgin (Argentina), Celeste Cambría (Perú), Fresia Carrasco (Perú), Viviana Erazo (Chile), Marta Lamas (México), Margarita Pisano (Chile), Adriana Santa Cruz (Chile), Estela Suárez (México), Virginia Vargas (Perú) y Victoria Villanueva (Perú). Lo suscribieron: Elena Tapia (México), Virginia Haurie (Argentina), Verónica Matus (Chile), Ximena Bedregal (Bolivia), Cecilia Torres (Ecuador) y Dolores Padilla (Ecuador).
5 Cifras de 1992
6 ATEM, Asociación de Trabajo y Estudio de la Mujer
* Una versión reducida de este artículo fue enviada para la IIº Conferencia Internacional La Obra de Carlos Marx y los Desafíos del Siglo XXI, que tendrá lugar en La Habana, Cuba, del 4 al 8 de mayo de 2004. (www.nodo50.org/cubasigloXXI/)
Publicado en Lucha de Clases Nº 2/3. Revista de Teoría y Política Marxista, 2003
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