A principios de los ’80, en su célebre artículo, Heidi Hartmann analizó las controversias entre el feminismo radical y el marxismo que habían originado lo que denominó “un matrimonio mal avenido”: el constituido por una teoría feminista que, según la autora, era “ciega” al análisis histórico y al materialismo, y un marxismo que, aunque aportara una visión de las leyes del desarrollo histórico, contaba con categorías que eran “ciegas” al sexo. Hartmann proponía, en dicho artículo, una “unión más progresiva” entre marxismo y feminismo, que superara esas controversias planteadas en la década anterior, con el surgimiento del feminismo de la diferencia.[1]
La italiana Carla Lonzi y el colectivo Rivolta Femminile habían denunciado, en 1970, que “la igualdad es un intento ideológico para someter a la mujer a niveles más elevados. Identificar a la mujer con el varón significa anular la última posibilidad de liberación. Para la mujer, liberarse no quiere decir aceptar idéntica vida a la del varón, que es invivible, sino expresar su sentido de la existencia.”[2] El feminismo reivindicativo, con su política igualitarista, era criticado por proponer la asimilación a un orden social y simbólico que invisibilizaba a las mujeres. El nuevo feminismo, por el contrario, proponía crear un nuevo orden simbólico, partiendo del pensamiento de la diferencia sexual y la materialidad de la condición femenina. Mientras las feministas de la igualdad aducen, en su defensa, que las mujeres no reclaman “lo idiosincrásico de la identidad masculina –sea ello lo que fuere-, sino la parte que estiman que les corresponde en lo genéricamente humano que los varones han definido a la vez que monopólicamente se han atribuido”[3]; las feministas de la diferencia insisten en que no habría tal universal humano anhelable, por fuera de la diferencia sexual.
Algunas autoras enroladas en la corriente de la diferencia sostuvieron que ese orden social y simbólico falogocéntrico, en el cual las mujeres estaban subordinadas, se había construido sobre un matricidio originario, que introducía a las mujeres en la ley del padre. Por eso, para las feministas de la diferencia era necesario restituir una genealogía de mujeres y la relación madre-hija. Incluso, proponer al lesbianismo como modelo simbólico de las relaciones entre mujeres. “Intentemos descubrir también la singularidad de nuestro amor hacia las otras mujeres (...). Este amor es necesario para no seguir siendo servidoras del culto fálico, u objetos de uso y de intercambio entre los hombres, objetos rivales en el mercado, situación en la que nos han puesto a todas.”[4] Luisa Muraro y otras feministas vinculadas a la Librería de Mujeres de Milán, desarrollaron el concepto de affidamento para referirse a una práctica de cuidado mutuo entre las mujeres, construida en oposición a la ley paterna. La norteamericana Adrianne Rich lo conceptualizó como continuum lésbico: una forma de relacionarse entre mujeres sin la intervención masculina, desafiando radicalmente la heterosexualidad normativa, basada en la supremacía del varón.
¿Pero cuáles eran los fundamentos políticos en los que se enraizaba esta aguda crítica al igualitarismo? El telón de fondo socio-histórico de esta controversia entre distintas corrientes del pensamiento feminista era la brutal contraofensiva contra las masas, sus organizaciones y las conquistas heredadas de décadas anteriores: una respuesta imperialista a las acciones que las masas habían llevado adelante poniendo en cuestionamiento el orden mundial existente (Mayo Francés, Otoño Caliente italiano, Primavera de Praga, etc.). Pero la restauración capitalista se iba imponiendo con métodos relativamente pacíficos: el denominado “pacto neoliberal” consistió en dividir a las masas en sectores privilegiados de las clases medias y trabajadoras (especialmente en los países centrales), mientras la mayoría se hundía en la desocupación y la extrema pobreza, hacinándose en las periferias de las grandes metrópolis, relegada a sobrevivir mediante la asistencia estatal. Para sostener el proceso de reformas, evitando la irrupción de los movimientos de masas, la fragmentación social también tuvo su correlato político, incluyendo la “cooperación” con los movimientos sociales. En este marco, se inscribe la incorporación de la agenda feminista en la política pública de los Estados, los gobiernos y organizaciones interestatales, incluyendo los organismos financieros. Fue entonces que el feminismo obtuvo reconocimiento a cambio de integración; legalidad a cambio del abandono de su radicalidad. El feminismo pasó de cuestionar las bases del modo de producción capitalista a legitimar que la democracia burguesa es el único régimen en el que se puede ir logrando, paulatinamente, mayor equidad de género, a través de algunas reformas parciales que no cuestionen sus fundamentos.
Contra la perspectiva de este feminismo reformista, el feminismo de la diferencia desestimó la disputa por el poder, replegándose en la política de creación de una contracultura basada en nuevos valores, surgidos de la diferencia sexual. Junto con el rechazo al feminismo igualitarista, fue impugnado el proyecto de una sociedad igualitaria, liberada de todas las formas de explotación y opresión. Como señala Celia Amorós, “el fantasma del tedioso mundo de lo idéntico es utilizado como tinta de calamar para enturbiar los contornos nítidos y pregnantes de una sociedad igualitaria.”[5] El marxismo fue cuestionado, asimismo, porque parecía no presentarse como una alternativa, ni teórica ni práctica, viable: la restauración del capitalismo avanzaba en los estados obreros burocratizados del este de Europa, Rusia y China, donde se produjo un enorme retroceso en las condiciones de vida de las masas, fortaleciendo la ideología triunfalista del capitalismo. Claro que para sostener este escepticismo respecto del marxismo fue necesaria la operación ideológica de presentar como tal a la versión caricaturizada y oficialista de los partidos stalinistas: un marxismo estéril y conservador o, más vale decir, un conjunto de dogmas con los que la burocracia intentaba justificar la coexistencia pacífica con el orden capitalista y, poco después, su propia participación directa en la restauración.
Sin embargo, ni la integración a la democracia capitalista del feminismo igualitarista ni la resistente insistencia contracultural del feminismo de la diferencia han podido evitar que, a pesar del mayor acceso de las mujeres a lugares de poder y la conquista de derechos democráticos elementales, se sigan reproduciendo y aumentando a escalas globales impensadas, la violencia y la opresión de millones de mujeres en todo el mundo. La contradicción planteada entre la ultra-radicalidad teórica del feminismo de la diferencia y el más reformista de los fatalismos en la acción política del feminismo de la igualdad, es irresoluble. El marxismo, lejos de esto, nos permite entrever un horizonte de liberación donde la igualdad no equivalga al reino de lo idéntico y uniforme, ni la diferencia se constituya como jerarquía.
Decía Engels, en 1875, que “la concepción de la sociedad socialista como el reino de la igualdad es una idea unilateral francesa, apoyada por el viejo lema de 'libertad, igualdad, fraternidad'; una concepción que tuvo su razón de ser como fase de desarrollo en su tiempo y en su lugar, pero que hoy debe ser superada.”[6] Esa igualdad sólo puede existir a fuerza de abstraer los elementos particulares de la existencia social: los derechos democráticos universales son el reverso –y sólo pueden existir bajo esta condición- de la explotación de una clase mayoritaria –atravesada por múltiples diferenciaciones- por parte de una minoritaria y parasitaria clase propietaria de los medios de producción. El estado capitalista consigue ese divorcio fetichista de la política y la economía, ofreciéndonos el resultado de un ser humano escindido: propietario o desposeído, por un lado; pero igualmente ciudadano, por otro. Sólo liberando las fuerzas productivas, hoy constreñidas en el marco de la propiedad privada, la sociedad podrá superar el estrecho horizonte del derecho burgués y escribir en sus banderas, como señaló Marx –en una visión dialéctica de la dicotomía entre igualdad y diferencia-, “¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!”[7]
Por otra parte, la idea de que un cambio profundo de los valores y de la cultura son necesarios para la consecución de la igualdad, no es un invento de las feministas de la diferencia. Ya Lenin planteaba, en 1920, que “la igualdad ante la ley todavía no es igualdad frente a la vida. Nosotros esperamos que la obrera conquiste, no sólo la igualdad ante la ley, sino frente a la vida, frente al obrero.”[8] Y Trotsky –lejos de cualquier automatismo adjudicable a la concepción marxista de la revolución proletaria- esboza, en su Teoría de la Revolución Permanente, el carácter permanente de la revolución socialista como tal; es decir, como un proceso de “duración indefinida y de una lucha interna constante, [en el que] van transformándose todas las relaciones sociales. (...). Las revoluciones de la economía, de la técnica, de la ciencia, de la familia, de las costumbres, se desenvuelven en una compleja acción recíproca que no permite a la sociedad alcanzar el equilibrio”[9]
Suponer que la subordinación de las mujeres puede resolverse progresivamente, sin necesidad de emprender una lucha anticapitalista, es una utopía reaccionaria. Las demandas pueden ser absorbidas por la democracia capitalista para ganar legitimidad, al tiempo que sus críticas pueden ser condenadas a la marginación impotente o al enclaustramiento académico despolitizado y desmovilizador. El sistema nos quiere encerradas en esta falsa dicotomía: nos incorporamos al Estado y sus instituciones para reformar “desde adentro” –incorporándonos a regímenes que se fundan, legitiman y reproducen el orden existente-, o bien le damos la espalda a las luchas donde se juega la relación de fuerzas con las clases que ejercen su dominación a través del Estado, sosteniendo que la única vía de emancipación es la autoemancipación. En esta controversia, el marxismo puede terciar, dando fundamentos para un nuevo feminismo socialista que aún espera ver la luz.
Bibliografía
- Amorós, Celia (2007) La gran diferencia y las pequeñas consecuencias... para las luchas de las mujeres, Cátedra, Madrid.
- Cirillo, Lidia (2002) Mejor huérfanas. Por una crítica feminista al pensamiento de la diferencia, Anthropos, Barcelona.
- D'Atri, Andrea (2004) Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo, Las Armas de la Crítica, Buenos Aires.
- D'Atri, Andrea (2009) “A la búsqueda de un nuevo encuentro entre Feminismo y Socialismo: con amplitud, pero también con estrategia” en Revista Venezolana de Estudios de la Mujer Nº 33, CLACSO - Universidad Central de Venezuela, Caracas.
- Hartmann, Heidi (1981) “The Unhappy Marriage of Marxism and Feminism: Towards a more Progressive Union”, en Women and Revolution de Lydia Sargent (ed), South End Press, USA.
- Irigaray, Luce (1985) El cuerpo a cuerpo con la madre. El otro género de la naturaleza. Otro modo de sentir, La Sal, Barcelona.
- Irigaray, Luce (2007) Espéculo de la otra mujer, Akal, Madrid.
- Lonzi, Carla (1978) Escupamos sobre Hegel y otros escritos sobre liberación femenina, La Pléyade, Buenos Aires.
- Marx, Karl (1971) Crítica al Programa de Gotha, Ed. Compañero, Buenos Aires.
- Muraro, Luisa (1994) El orden simbólico de la madre, Horas y Horas, Madrid.
- Trotsky, León (2000) La teoría de la revolución permanente, CEIP, Buenos Aires.
[1] Hartmann, Heidi (1981) “The Unhappy Marriage of Marxism and Feminism: Towards a more Progressive Union”, en Women and Revolution de Lydia Sargent (ed), South End Press, USA.
[2] Manifiesto de Rivolta Femminile, Roma, julio de 1970.
[3] Amorós, Celia (2007) La gran diferencia y las pequeñas consecuencias... para las luchas de las mujeres, Cátedra, Madrid.
[4] Irigaray, Luce (1985) El cuerpo a cuerpo con la madre. El otro género de la naturaleza. Otro modo de sentir, La Sal, Barcelona.
[5] Amorós, Celia op.cit.
[6] Engels, F., Carta a Bebel, Londres, 1875.
[7] Marx, Karl (1971) Crítica al Programa de Gotha, Ed. Compañero, Buenos Aires.
[8] Lenin, A las obreras, discurso de 1920
[9] Trotsky, León (2000) La teoría de la revolución permanente, CEIP, Buenos Aires
No hay comentarios:
Publicar un comentario