Nora Dalmasso fue asesinada en noviembre del año pasado. Apareció muerta en su habitación, semidesnuda y tirada en su cama, en la planta superior de una casa parecida a esas de utilería de “Amas de Casas Desesperadas”. Pero ésta no era de cartón pintado, y se encuentra ubicada en el corazón de un rico barrio privado donde vive la alta sociedad riocuartense. Seis meses para resolver el caso. Varias hipótesis, distintos incriminados... hasta que hoy los medios explotaron con una noticia que cayó como una bomba: el asesino sería su hijo.
“Norita”
De Nora Dalmasso sabemos poco. O mucho, quizás demasiado para lo que deberíamos. La imagen que familiares o allegados hicieron trascender en los medios, desde el día posterior al asesinato, es el de una mujer que ríe demasiado. “Norita” estaba en la pantalla de la televisión, en las revistas y en los diarios, con musculosa ajustada, posando para la foto, o fotografiada desprevenida en una fiesta, mientras bailaba enfundada en un vestido brillante.
“Norita”, porque así le decían sus allegados y parece que los medios decidieron acortar la distancia que los separaba de esta desconocida usando el diminutivo, era una mujer divertida. Tan divertida que, en seguida, la prensa averiguó o inventó que tenía amantes, que con su esposo y otros amigos de la high society hacían intercambio de parejas, que tenía una sexualidad donjuanesca...
Así fue como decidieron que la noticia no fuera el crimen, sino su vida privada. Como si hubiera que justificar, con esa investigación minuciosa, el viejo precepto patriarcal que asegura que si una mujer es asesinada y, más aún, si su cuerpo aparece desnudo y sobre una cama... por algo será.
Bastaba leer las crónicas de los primeros meses, para que cualquier persona concluyera “y bueno, ¿qué querés?” Porque se preocupaba por su belleza, estaba casada con un hombre menor a quien le era infiel, salía sola con sus amigas, hablaba de sexo y lo practicaba por placer. Tenía una vida que transgredía todas las prohibiciones, porque su status social se lo permitía.
Las primeras versiones, entonces, sostenían la hipótesis de un crimen cometido en medio de un acto sexual en el que no faltó la violencia inherente a esas supuestas prácticas eróticas “transgresoras”. Pero el médico que supervisó la autopsia dijo creer que el autor era un conocido que se descontroló, que no había premeditado el crimen, y que los signos de violación eran débiles.
Nadie registró, en ese momento, la frase que hoy recorre los medios de comunicación con velocidad vertiginosa. El hijo señaló, ante un periodista que entonces no reprodujo la frase en su artículo, “Si ella tuvo una desviación, la pagó.”
La Señora Dalmasso
Pero Norita, pasó a ser Nora o el Caso Dalmasso, en cuanto todos los amantes fueron careados y pasaron indemnes la prueba de su propia justicia.
Si no era sexo fuerte consentido, tenía que tratarse de una violación lisa y llana. Pero esos actos, propios de bestias, sólo pueden esperarse de la gente poco sofisticada, primitiva, básica. La “gente como uno”, en la que había implicados profesionales reconocidos, funcionarios públicos y otras destacadas figuras prominentes de Córdoba, ¡incluso de la justicia!, puede pasarse de rosca con una bolsita de nylon, una cuerda, incluso las drogas y el alcohol, pero entonces las consecuencias son comprensibles. En ese caso, los victimarios son presentados como “gente que se pasó de la raya, pero quién le quita lo bailado”, mientras que a las víctimas les resta la imputación de habérsela buscado.
Cuando la “gente como uno” quedó libre de culpa y cargo, el responsable de este crimen atroz, originado en bajos instintos y, por qué no suponerlo, quizás también en un profundo odio de clase, fue un obrero de la construcción. Porque si el albañil tuvo sexo con la esposa del empresario, nunca pudo haber sido consentido. Ni pudo tratarse de un juego erótico con variaciones transgresoras.
La prensa habló del ataque sexual y elucubró, incluso, de qué manera el obrero abordó a la dama –ahora sí convertida en señora y víctima que lamentar- saltando por una ventana, con una escalera con la que estaba realizando refacciones en la mansión.
Pero el pueblo de Río Cuarto advirtió la maniobra más rápido que los estrados judiciales y marchó con sus ramitos de perejil en la mano, riéndose del ridículo chivo expiatorio al que quisieron condenar para dejar el crimen impune.
Las otras
Después, pasó el tiempo y nos olvidamos un poco de Norita y del Caso Dalmasso. Hasta que hoy nos desayunamos con la noticia de que el imputado es su propio hijo. Un chico “bien”, que estudia Derecho y que opinaba, al día siguiente del crimen, que si su madre había sido infiel, había transgredido las normas que impone el patriarcado para la sexualidad y la vida de las mujeres, si se había “desviado”, había pagado por ello. Un chico del que, sólo a juzgar por sus dichos, no se puede decir que no haya aprendido bien las normas que nos impone esta sociedad, donde padres como el suyo se confunden en los campos de golf con jueces, funcionarios y empresarios. Porque en la alta sociedad, las cosas son simples: como el vestido Carolina Herrera o el traje de Dior, como el perfume de Kenzo o la camioneta Hyundai, todo se paga.
Atrás quedaron las supuestas fiestas negras de Norita y la supuesta brutal violación cometida por el albañil. Ni siquiera sabemos todavía, a ciencia cierta, si se trató de un matricidio.
Lo que importa es que todos los días hay mujeres que mueren asesinadas, todos los días las mujeres son víctimas de violación, muchas veces son los propios hombres de la familia o allegados los que las violan o las matan o hacen las dos cosas.
Pero la mayoría, la inmensa mayoría de esas mujeres, no tiene una figura perfecta lograda a fuerza de lipoaspiraciones, ni cuenta bancaria, ni varios automóviles.
Las de las otras son vidas que terminan drásticamente, cuando algún poderoso decide que la fiesta se acabó y hay que borrar las huellas de la violación grupal con la que se divirtieron los niños ricos. Son vidas que terminan de un plumazo, cuando traficantes de órganos y de drogas y de bebés y de mujeres deciden que se acabó el negocio. Son vidas que terminan así de rápido, un día cualquiera, en un barrio cualquiera, cuando algún hombre cualquiera, con dinero o sin él, acostumbrado a su milenario lugar de propietario de ella, decide que los celos avalan su impunidad.
Sus vidas carecen de interés porque son vidas comunes y corrientes: son mujeres que trabajaban o estudiaban, que cuidaban a sus hijos o tenían sueños de matrimonio, que buscaban un trabajo, que iban al almacén o a rendir un examen, que no les alcanzaba la plata hasta fin de mes o ahorraban cada día para comprarse un pantalón.
Son vidas sin picante ni poder que puedan atraer a la prensa o a la justicia. Esas vidas no importan porque por ellas nadie paga en los estrados y con ellas nadie vende en los kioscos.
Y no son pocas. Son muchas. Desgraciadamente, muchísimas.
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